Carlos Domínguez Perea se despertó aquella mañana descubriendo, con horror, que no se llamaba así, sino José Ramón López Iturriaga. ¿Cómo había podido ocurrir eso? El ‘cuándo’ estaba claro: a lo largo de la noche, en algún punto del segmento horario dedicado -por él y por tantos- al descanso. Intentó no perder la calma. Lo primero que hizo fue interrogarse sobre el grado de vigilia que disfrutaba -qué ironía- en aquél trance. Si estuviera dormido, sería obvio que estaba situado plenamente en el caprichoso ámbito de las voluptuosas entelequias que, normalmente, acompañan a la noche. Sería esto, no cabía duda. Aguardó. Se sucedieron segundos y minutos. El reloj que tenía en su mesilla, con la esfera fosforescente, regalo de su tía Macaria, madrina suya de bautismo, le desanimó enseguida, al filo del minuto y medio de observación. La angustia, lejos de desaparecer, aumentó. Estaba completamente despierto. No cabía duda de que era de nombre José Ramón, y de apellidos López Iturriaga. Comenzó a sudar. El corazón le bailaba dentro de su pecho. ¡No podía ser! Él sabía quién era, mientras lo ignoraba todo sobre el intruso que pugnaba por hacerse cargo de su personalidad y ocupaciones. ¿Y con qué objeto? ¿Qué pretendía ese desconocido? Sin duda, se trataría de una broma. Si era así, aguardaría el momento en que López Iturriaga se quitara la careta y, con un ¡sorpresa! de alegría, como en un cumpleaños, descubriría la broma con un mohín gracioso, palmeándole virilmente la espalda. Ahí acabaría todo. Él volvería a ser Domínguez Perea y el citado José Ramón, sí, un nuevo compañero de andanzas y travesuras. Se relajó y acechó el instante en que sucedería lo pensado. Contó hasta diez, hasta veinte, pero al alcanzar la cincuentena experimentó un nuevo aldabonazo en su percepción y su conciencia. ¡Contar no servía de nada! Lloró de rabia, de impotencia, de pasión no correspondida, de que le habían manteado… (Sí, en alguna ocasión lo habían hecho.) También, le dolían los juanetes, principalmente el del pie derecho, aunque apuntaba maneras el izquierdo. Con esa ruina en que, con toda certeza, se iba convirtiendo, ¿a qué podía aspirar? La inmensa panoplia de los oficios que se extendían a sus pies, por así decirlo, concitando su atención, bien con burla, ora con apremio, lejos de ayudarle, le sumían en la indigencia moral, rayana con la desesperación sin vuelta de hoja…
13/08/2024