LA ENVIDIA (A la triste)
La envidia unos la pintan negra, como la mugre; otros aseguran que es de color verde esmeralda; y aun existen quienes la imaginan amarilla o encarnada, en este último caso con tonalidad según autores. La envidia es el cáncer del espíritu. Y defecto innoble y de escasa gallardía. Razón por la que se camufla de virtud. Es la hipocresía su sirviente fiel.
La envidia sonríe amablemente, pero en el fondo de su sonrisa está la mueca. Lanza hacia su objeto los tentáculos y despliega incesante actividad para abatirlo. Sabe agazaparse durante años y es capaz de enormes sacrificios, aunque también de vez en cuando se agita y se impacienta. Son esas reacciones inexplicables que sorprenden al incauto. Cuando la envidia percibe una oportunidad, salta con impulso de pantera y muestra su rostro verdadero, que es terrible.
La envidia ni duerme ni descansa. Habita entre lombrices y murciélagos y su alma es un racimo de babosas. Áspides, venenos, puñales son sus armas. Es el ángel negro de todos los artistas. Los escritores la conocen bien. Cada mañana la sienten acezar sobre su hombro.
Desordena los ámbitos domésticos y recorre los ambientes. Algunos la confunden con los celos; otros, con la ira necesaria. Es planta trepadora que asfixia la flor y come el fruto. Se desconoce su raíz, como antaño se ignoraron las fuentes de los ríos. ¿Cómo nace un envidioso? Es un enigma, quizá por encogimiento y cobardía. Sí se sabe que, según lugares, se afianza con garra sobre el campo fértil.
La envidia predispone a la traición. Judas selló su estado con un beso. Compone mentira de jirones de verdad, y la presenta como túnica inconsútil, la que sortearon los verdugos en el Gólgota.
Es la única lacra que se oculta, como una enfermedad inconfesable. Se dice: “Soy perezoso o iracundo. Soy rencoroso”. Nadie admite: “Soy envidioso”. El propio muchas veces no es consciente de su tara.
Inspira la maledicencia y la calumnia. Es ésta, la calumnia, su inseparable. Nunca se rinde, y para lograr sus fines convoca antinaturales alianzas. El envidioso no se da tregua. Persigue sin desmayo su presa.
Amiga del dinero, no lo envidia tanto como parece. Esto es curioso y ella sería la primera sorprendida. Lo que verdaderamente la desazona son las prendas personales.
Su compañía es incómoda. Se experimenta desazón como cuando va a descargar una tormenta. Existen sortilegios para mitigar sus efectos, aunque la mejor cautela es la distancia.
Si la murmuración arruinara tantas famas y rindiera bastiones de otro modo inexpugnables, queda por hacer el censo de la envidia. Ésta despobló el primer Edén y armó el brazo del más antiguo homicida. Mueve los hilos de las conspiraciones, inspira guerras y malbarata causas nobles. Es cómplice de sicarios y mediocres. Íntima del Gran Inquisidor, come todos los días en su mesa.
Desenmascararla es inútil: la envidia siempre tiene coartada.
LA TORRE (Lo que te mira)
«y dijeron: Vamos a edificarnos una ciudad y una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la haz de la tierra.» (Génesis 11,4)
El hexagrama número 20 del milenario Libro de las Mutaciones chino, “La Contemplación” (“La Vista”), evoca la imagen de una Torre. Parte del texto correspondiente al signo, reza lo siguiente: El viento planea sobre la tierra; la imagen de la Contemplación. Así los antiguos reyes visitaban las regiones del mundo, contemplaban al pueblo y brindaban enseñanza.
La torre se eleva solitaria sobre el peñasco. A menudo, la niebla la envuelve en su misterioso abrazo y sólo se divisan nubes. Pero su oculta mole permanece, rezumando de humedad sus muros y empapándose de inmortal conciencia. De noche, la luna la sumerge en plata y se muestra altiva como una diosa antigua. No la conmueve el viento ni el granizo y la nieve la viste con su manto. Relampaguea con furia su cabellera en las tormentas. Lágrimas se deslizan por sus flancos. La visitan pájaros, que gustan de anidar en sus heridas. Debajo, hundidos profundamente en tierra, discurren olvidados pasadizos donde espíritus custodian un tesoro. La torre ha visto sucederse a sus pies generaciones. Espió cortejos a la orilla de los arroyos. Supo de amor y de tristeza. Se enteró de secretos y profecías acudieron a sus labios, que esparció en la brisa. Presenció guerras, escuchó el ruido de las armas y el relincho de los caballos lacerados en el vientre. Llegó a sus almenas el gemido de las viudas y el llanto de los niños estrellándose contra la roca. A la luz de las hogueras, los guerreros se repartieron el botín. ¡Tantas veces contempló la torre incendiarse los sembrados…! Inunda el prado de invisibles sierpes y se suma a la alegría en los festejos. Son sus parientes las pirámides y la oriental muralla. Se mira con regocijo en las estrellas, que adornan su yedra en el verano de luciérnagas. Sabe de la existencia de lagos subterráneos, donde ninfas y hadas se pasean en sus góndolas y murciélagos escriben su garabato sobre el agua. Se estremece y tiembla con la tierra, para terminar acunándola en su sueño. Conoce los arcanos de la espera. Es símbolo de la soberbia y el desastre; también de la soledad y la virtud. Y apurando más, de la esperanza. Se eleva, solitaria y audaz, sobre el peñasco.
PÉREZ (Cuando el silencio es oro o a saber)
A Pérez –muchos lo vieron- le cachetearon a las siete de la tarde del domingo conforme se dirigía al baile de la pérgola. Llevaba su traje marrón de día de fiesta, un clavel rojo en la solapa y el pelo negro engominado sobre su cara ancha que incluía una sonrisa de perdonavidas. Pérez –lo observaron-, al recibir el bofetón, sacó velozmente la mano izquierda del bolsillo, donde jugueteaba con un manojo de catorce llaves, y se dispuso a devolver el golpe. Pero –y aquí también concuerdan los testigos- se contuvo extrañamente, recuperó el ademán y, luciendo de nuevo su sonrisa, siguió andando como si en lugar de la afrenta hubiera recibido el saludo de un amigo.
En el baile se comportó de la forma acostumbrada: sacó a bailar a unas y desdeñó a otras, invitó a limonada y la consumió él mismo, bromeó con sus muchos conocidos. Nadie se explicaba la reacción de Pérez, considerado con justicia un bravucón e incapaz de soportar el mínimo desaire. El motivo e identidad del agresor, ante la personalidad del agredido y su respuesta, quedaron inicialmente en un segundo plano, y sólo la necesidad de explicar de manera satisfactoria lo ocurrido movió a pesquisas ulteriores. Sin embargo, ni una persona fue capaz de presentar de aquél una descripción, aunque somera, ni decir si habló o insultó a Pérez, o se limitó a pegarle.
Era impensable preguntarle al propio Pérez, así que la imaginación encontró campo abonado. Un hombre de experiencia dijo en francés que había que buscar a la mujer, queriendo señalar que existía de por medio un asunto de faldas y un marido ofendido. Se encontró a esta explicación un número casi infinito de variantes. Otro se inclinó por una apuesta, que habría ganado Pérez, y hubo quien apuntó la posibilidad de que se hubiera malinterpretado el episodio, tomándose por bofetada lo que posiblemente era otra cosa. Todos descartaron –hechos posteriores dieron fe- que Pérez se hubiera desfondado.
Durante un tiempo se habló de aquel domingo en que Pérez fue cacheteado yendo al baile.
DE TAL PALO (A la genética)
-Lo tuyo no es normal, Julio José.
-¡Pero si me gusta…! –dice el zangolotino dando una patada al suelo.
-Te guste o no, esto tiene que acabar –responde con firmeza la madre-. ¡Vete a tu habitación!
Julio José desaparece, bamboleando los hombros. La madre se sienta en un sillón y hojea una revista. Al poco suena el teléfono y ella alarga el brazo.
-Sí, sí… Ya se lo dije… Qué pesadez… ¡Pues claro! –y cuelga.
Permanece un rato distraída con la revista y luego se oye el timbre de la puerta de la calle. La mujer deja la revista y se levanta.
-No la dejan a una estar tranquila –va murmurando-. Y para colmo, Fermina con la tarde libre.
Regresa con una mujer de su misma edad.
-Pero qué sorpresa, Clara, qué alegría me da verte. Y qué requeteguapísima estás.
-Ya ves, hija –se despoja del abrigo de pieles y lo arroja a una silla-. ¡Jesús, qué calor tienes aquí! –se sienta y se abanica con la mano-. No estás haciendo nada, ¿no?
-Qué va. Estoy sola con Julio José. Me tiene más preocupada…
-No me digas que lo ha vuelto a hacer.
-Sí, hija, sí. Ya no sé qué decirle. No me hace caso.
-Yo de ti lo metería en un colegio.
-Es muy mayor, no creo que lo admitieran en ningún sitio.
-¿Y qué dice su padre?
-¿Alberto? –lanza un bufido-. Alberto no pisa en casa. Sólo viene a dormir, y cuando le hablo me dice que la culpa la tengo yo, que lo he mimado.
-¿Sabes lo que te digo?: que en esto ha salido a Alberto.
-Clara, ¿qué barbaridad estás diciendo?
-Mira, Cristina, si te quieres hacer la tonta…
-Clara, somos amigas desde hace mucho tiempo, pero no te consiento que hables de ese modo.
-Como quieras –se mira las uñas-, pero así no arreglas nada.
El hijo asoma su cabezota por la puerta.
-¡Julio José –le grita su madre-, vuelve inmediatamente a tu habitación!
EN LA ANTESALA (Al más allá…de la puerta)
-Mucho me temo –dijo el prelado- que se nos ha traído aquí con algún propósito non sancto.
-¿Usted cree, padre? –preguntó la dama.
-Esta sala, estos brocados, esos lienzos paganos que vimos a la entrada… me inducen a pensar que aquí tiene su sede el hedonismo.
-¡Padre! –se escandaliza ella.
-Y en su vertiente más dañina, según veo.
-¿Está usted seguro?
-Seguro, no. Siempre hay que considerar la duda, aun en un caso evidente como éste.
-Deberíamos irnos.
-Y además, ¿no ha notado usted ese perfume desde que entramos?
-Sí, ahora que lo dice…
-¿Y qué sabe usted de los habitantes de esta casa?
-Le confieso que muy poco, padre. Sólo, que han venido recientemente del extranjero.
-¡Del extranjero…!
-… Y que tanto él como ella proceden de familias acaudaladas.
-¿Recibió usted la invitación por medio de un sirviente?
-Una doncella…
-Y expresaron el deseo de que yo asistiera al chocolate…
-Sí, padre. Empiezo a ver que hice mal…
-¡No, no! En todo caso yo, que estoy obligado por mi calidad sacerdotal. Espero –se inflamó- que respeten mi sotana.
-¿Y si nos fuéramos? Me he fijado en el camino…
-¡Este ministro del Señor no huye jamás! –blandió los puños-. Pero he debido venir solo. He cometido un error imperdonable al someterla a usted a estos rigores. Le diré lo siguiente: cuando se abra esa puerta y pasemos con nuestro anfitrión, le aseguro que no voy a permitir la menor befa. ¡Si es preciso, armaré un escándalo!
-Sí, padre.
-Usted secúndeme y no abra la boca.
UN DÍA EN LA VIDA DE HINOJOSA (A la hoja del calendario)
Hinojosa se sentía triste esa mañana. Cuando entró en el café donde solía desayunar, los camareros cuchichearon:
-Hinojosa parece triste esta mañana.
De camino al trabajo, se paró en un cruce. Un guardia detuvo el tráfico y le invitó a atravesar la calzada con un gesto que tenía algo de conmiserativo y de solemne. “Este hombre parece triste”, reflexionó, “seguramente se trata de Hinojosa”.
Hasta la hora de comer, desempeñó sus funciones sin ese prurito que provocaba un brillo especial en la mirada de su jefe y que se hacía más intenso cuando obsequiaba a los empleados un puro en navidades. Por la tarde, se equivocó en un expediente y consumió media hora extra rectificándolo.
Al pasar por el café de la plaza dando su habitual rodeo, le reclamaron unos amigos. Participó en la conversación, pero al irse comentaron:
-Parecía triste.
Recogió unos libros que tenía encargados y se tropezó con un entierro. Se descubrió hasta que pasó de largo. Un niño tocó una trompeta.
Pensó absurdamente que se podía haber declarado un incendio en su domicilio, pero lo divisó intacto. Recordó a su padre muerto y evocó su mano descarnada sobre las sábanas del lecho.
Se enfrascó en los libros hasta que creyó tener sueño. En el duermevela conversaba con el arcipreste, mientras la loca de su hermana baja desgreñada la escalera. Soñó que abría una ventana y una mujer misteriosa le sonreía. Toda la noche le pareció oír pasos en la casa.
Un portazo le despertó al amanecer. Volvió a dormirse.
Por la mañana, se sentía más ligero. Desayunó en el café e hizo un comentario sobre el tiempo mientras le servían.
-Ayer, Hinojosa estaba triste –dijeron entre sí los camareros.
Llegó al trabajo con unos minutos de adelanto. Se sentó en su mesa y abrió un cartapacio en el mismo momento en que su jefe entraba por la puerta.
CARTA AL PERIÓDICO (A la verdad desnuda)
Estimado Sr. Director del medio que tan dignamente dirige:
Ante los hechos calumniosos que se me han imputado sobre mi actuación en las recientes fiestas ciudadanas que culminaron con la elección de miss Vendimia, tengo a bien puntualizar lo siguiente:
1) Es enteramente falso que yo, bajo los efectos del vino (que consumí moderadamente), fuera el autor de la propuesta consistente en arrojar a varias personalidades públicas a la barrica instalada en medio de la plaza, y también que gritara ¡más madera! a medida que los ilustres asistentes caían dentro, siendo más bien yo el encargado de rescatarles de la cuba.
2) La canción que se me atribuye glosando los evidentes encantos de miss Vendimia y señoritas de compañía no fue tal, sino una poesía desenfadada sobre el proceso de maduración de la uva y la elaboración del vino, recogida en un pueblo de la provincia por mi sobrino antropólogo.
3) Niego categóricamente haber substraído los jamones, teniéndonos todos que conformar con el tasajo, aunque sospecho muy fundadamente quién pudo haber sido; pero no está en mi talante propagar rumores sin presentar pruebas.
4) Las familias extranjeras se marcharon por su cuenta, sin que mediara provocación alguna por mi parte, ni por mi amigo y camarada Romualdo Caramillo López, conocido propietario.
5) Yo abro mi comercio a las nueve en punto de la mañana, circunstancia que observaron al día siguiente las tiendas aledañas y distintos transeúntes, por lo que difícilmente pudo descubrírseme a esa hora durmiendo en el camposanto, habiendo forzado la verja del panteón de los Ramírez.
6) Estos Ramírez, con los que en tiempos me unió una buena amistad, sobre todo con su padre, han antepuesto al recuerdo de la misma un absurdo resentimiento por ciertos reveses pecuniarios suyos en los que no tuve parte ni culpa, y quiero pensar que no es éste el motivo que ha originado las presentes líneas.
Con mi agradecimiento por la publicación de esta carta, se despide de Vd., deseándole la mayor ventura,
Fdo.: Segismundo Pérez García, comerciante.
APRENSIÓN (A los fantasmas)
-Me parece que hay alguien –se apretó ella contra el hombre, mirando aprensiva
por encima de su hombro.
La noche había caído sobre el parque, y la distanciada luz de las farolas aportaba un tinte tétrico a la escena.
-¡Tonterías! –dijo él.
-Vámonos.
Sus pies hacían crujir la arena mientras desandaban el sendero, flanqueado por las sombras oscuras del boscaje.
-¡Pero qué prisa tienes…! Eres tonta.
La mujer tironeaba de él en dirección a la salida.
-Tiene amigos terribles… Lo conozco. Nos quiere hacer daño.
Estaba a punto de las lágrimas. Él la detuvo.
-Mira, Laura: él desapareció para siempre, no volverá. Son imaginaciones tuyas. Es absurdo…
-¡Sí, sí…! –rompió a llorar, él la abrazó-. Pero tengo miedo –se recobró-. No nos quedemos aquí.
Llegaron a la verja. La llave estaba echada.
-¿Lo ves? –casi gritó ella, a punto de sucumbir al histerismo-. ¡No podemos salir! ¡Estamos encerrados! ¡Te lo dije, sabía que tenía razón!
-¡Laura, Laura! –la sacudió de los hombros-. No pasa nada. Iremos por el otro lado. Tranquilízate.
-Le desafiamos –dijo ella, vencida.
-Tuvimos que hacerlo, pero ya pasó. Él está muerto.
-¡Muerto!
-No tuvimos la culpa: se interpuso.
-Juró vengarse.
-Laura, esta conversación no tiene sentido. Estás impresionada…
-Sabes cómo era. El poder que tenía.
-No me importó. A ninguno de los dos nos importó…
ALDEA (Simplemente al barro)
Al anochecer, bajó de las montañas un viento gélido que vació las calles, empujando a los hombres a la taberna y a las mujeres a sus casas. Un perro sin dueño se refugió en un granero. De algunas chimeneas salía humo. Se encendió la única bombilla de la plaza y las que señalaban la entrada y la salida de la aldea. Grandes nubes cruzaban velozmente un cielo sin estrellas. La mole oscura de la sierra se confundió finalmente con la noche.
Un jinete desconocido atravesó las calles. El sacristán, que no podía conciliar el sueño, se asomó a tiempo de ver el bulto desaparecer tras una esquina. Volvió a la cama y oyó el ruido de los ratones en el desván y el crujido de las vigas en el techo. Se levantó de nuevo, prendió una luz y abrió el cajón de arriba de la cómoda, de donde sacó un cuaderno en el que estuvo escribiendo varias horas. Un golpe de viento le sobresaltó y le hizo darse cuenta del tiempo que llevaba ocupado en su tarea.
Apagó la luz, guardó el cuaderno y se acostó.
Los perros ladraban al viento, que sacudía las ventanas y penetraba por las rendijas produciendo sonidos inquietantes. El mugido inquieto de las vacas indicaba la proximidad de la tormenta. Lloró un niño.
Un hombre susurraba violentamente a una mujer, que se retorcía las manos. En otra casa, un viejo contaba unas monedas. Alguien notó un lecho vacío, y dos hermanas rezaban en camisón ante las cenizas tibias de la lumbre.
Se desprendieron del cielo heladas gotas, tembló la bombilla de la plaza. La lluvia comenzó a caer en tromba contra la torre de la iglesia, y un relámpago hizo bruñir un segundo las campanas.
El sacristán volvió a levantarse a mirar por la ventana. Se adivinaban rostros a través de los cristales. Un hombre se puso el uniforme y la mujer le ajustaba el correaje. Truenos y relámpagos se sucedían a intervalos. El agua de lluvia corría por el empedrado.
ABAJO (Al agujero de la cerradura)
La hija desciende a la bodega con una vela en la mano. La voz de su madre le llega desde la cocina.
-Cuidado con los escalones, no tropieces. Si oyes ruido, no te asustes, son ratones… Al fondo, entre otros bultos, hay un arcón de madera, no tiene cerradura. Tú no lo conoces, no lo has visto antes. Le dije a tu padre que lo guardara allí antes de que nacieras. He pensado varias veces en subirlo, pero como eras pequeña y dabas tanto trabajo lo iba dejando… ¡Si vieras qué vestidos tan bonitos, espero que te sirvan! Eran de tu abuela, los hizo ella misma, pero yo nunca me los puse. Ya ves qué tontería, me figuraba que no me quedarían bien. ¡Si tu abuela los hizo para mí! ¿Quién mejor para lucirlos? Incluso ahora, ajustándolos… Pero es mejor que te los pongas tú, eres joven y pronto estarás en edad de echarte novio. ¡Qué risa! Te tengo que contar las cosas que me decía tu padre cuando éramos novios… ¿Lo encuentras? Te he dicho al fondo, un arcón grande, lo tienes que ver. Ya sé que hay telarañas, y estará sucio. Hace tanto que no baja nadie… Tu padre, la tarde antes de morir, estuvo trasteando ahí. Quién iba a decir que al día siguiente me dejaría viuda. Lo fuerte que era, y qué ocurrencias. A veces parecía loco. Sí, al fondo, no tengas miedo, las arañas no se comen a nadie. No tiene cerradura, para qué. Un día le dije a tu padre que metiera los vestidos en el arcón y los bajara. Nunca me los puse, tu padre jamás me vio con ellos. ¡Y eso que tu abuela los hizo para mí! Los podrás usar en la fiesta. Los lavaremos y los dejaremos bien limpios, no creo que la humedad los haya estropeado. Sería desgracia, con el cuidado que puso tu abuela. Tú no te acuerdas de ella. ¡Tenías un año cuando murió! Es imposible que te acuerdes. Y luego fue tu padre, y yo me quedé sola contigo. Es un arcón grande, de madera. Ten cuidado, no se te apague la vela. ¿Lo encuentras? Te he dicho al fondo. Yo nunca me los puse, ya ves qué tontería. ¡Si tu abuela los hizo para mí! Y un día le dije a tu padre que los metiera en el arcón y los bajara…
EL DIRECTOR DEL HOSPITAL Y CELEDONIO (A lo inasible)
-Le diré una cosa, Celedonio: en los años que llevo dirigiendo el hospital, treinta si la memoria no me falla, jamás se me había ocurrido una idea tan curiosa. Usted dirá que son manías mías, que chocheo, pero tengo la sensación de que es usted, y no yo, el verdadero nervio director de este centro fundado por mi padre, con la generosa aportación de unos filántropos. No se sorprenda. Comprendo que le abrume lo que digo. Es usted un hombre humilde, sin estudios. Carece de cualidades sobresalientes y a menudo está donde no debe. Estoy al tanto de su costumbre de fumar en el quirófano, y a este respecto he recibido siempre quejas. Es raro que cumplimente un impreso con la debida diligencia y, perdóneme que lo mencione, no se asea. Ni yo mismo sé la razón de que haya durado tantos años en su puesto. Tentaciones de despedirle no me han faltado, pero siempre una misteriosa razón me lo ha impedido. Ignoro, y fíjese que soy el director, la naturaleza exacta del trabajo que desempeña en el hospital. Creo que nadie lo sabe. Ahora mismo, ¿qué hace aquí? Escuchándome, dirá. Pero ¿antes de que yo llegara…? ¿Qué hacía con esas cajas? No me conteste, no pretendo saberlo. Lo menciono únicamente para ilustrar mis argumentos. El mes que viene, como sabe, me jubilo. El doctor Hornillo ocupará mi puesto. Es hombre joven, ambicioso y con una preparación muy sólida. Tiene ideas propias sobre cómo debe funcionar el hospital. Es inevitable que acabe fijando su atención en usted. En realidad, ya lo ha hecho: el otro día me hizo unas preguntas. Le respondí lo que se me ocurrió en ese momento, nada concreto, y se quedó pensativo. Le aviso para que no se llame a engaño. No creo que le consienta tener el patio como un estercolero, y estoy seguro de que forzará una inspección de los sótanos, lo que usted siempre se las ha arreglado para impedir. Puede encontrar en él la horma de su zapato, aunque tampoco yo aseguraría que no terminara claudicando. Yo, si miro al pasado y reflexiono, confieso que lo he hecho muchas veces con el fin de evitar complicaciones. Es usted tozudo, Celedonio, y a estas alturas no espero que cambie. No diga que no le he prevenido. Con el doctor Hornillo, las cosas pueden ser muy diferentes
DOS HERMANAS (A la sangre)
-Él habría sido para mí.
-¡Mentira! –grita la mayor fuera de sí-. ¡De haber vivido, sería mi marido! ¡Él era mío! ¿Lo oyes? ¡Se habría casado conmigo de haber vivido!
-No te quería.
-¡Mientes, claro que me quería! Venía cada tarde, acuérdate… Lo dices para que sufra, pero él se pasaba aquí hasta la noche, conmigo y con mamá. Tú sólo eras una niña. Entrabas y salías…
-Y siempre su mirada se cruzaba con la mía. ¿No te dabas cuenta?
-¡Eso no es verdad! ¡Venía por mí, tú no le interesabas…! Él me hablaba, me contaba sus proyectos…
-Pero nunca te cogió del talle, como a mí.
-¡Te lo estás inventando!
-… Íbamos del comedor al saloncito, mamá y tú delante. Y al pasar por la puerta, noté sus manos en mi cintura…
-¡Te lo inventas!
-Todavía siento el calor de sus manos…
-¡Estás loca, sueñas! ¡No podía tomarte en serio, eras una niña, no tenías gracia…!
-¿Crees de verdad que venía para verte a ti, rígida, huesuda, maloliente…?
-¡Yo olía bien, me perfumaba! ¡Y era una mujer, mientras que tú eras una niña!
-Eras una vieja, como has sido siempre. Ya lo decía papá…
-¡Papá no decía eso!
-Claro que lo decía. Y también decía que no te casarías.
-¡Tampoco tú te has casado!
-Me habría casado con él de haber vivido.
-¡Mientes, mientes, te lo estás inventando! –solloza-. Siempre me quiso, no dejó de venir hasta su muerte…
CENA DE MATRIMONIOS (A los postres)
-Alguno ha tenido que ser –dice la dueña de la casa, con rictus tirante.
-Por favor, Aurelia –ruega un invitado.
-Estoy seguro de que se trata de una broma –agrega el anfitrión, falsamente amable-. Démosla por terminada y pasemos al salón.
Los invitados guardan silencio.
-Me vais a permitir entonces que os registre. Aurelia lo hará con vosotras en la habitación de al lado.
-De ninguna manera –protesta Álvaro.
-Nos estás insultando –dice Carlos, y su mujer se le adhiere.
-Si es un juego… -la mujer de Álvaro intenta quitar hierro.
El jefe de la casa respira hondo.
-Si os ponéis así, no me queda más remedio que llamar a la policía.
-Nosotros nos vamos –pronuncia Carlos, agotada su paciencia.
-Y nosotros –dice Álvaro.
El anfitrión se pone delante de la puerta.
-Lo lamento, pero de aquí no sale nadie hasta que esto se aclare.
-Eres ridículo –le dice la mujer de Carlos.
La dueña de la casa intenta todavía conciliar.
-Queridos, esto es una tontería…
-Cállate, Aurelia –le ordena su esposo-. El asunto ha ido demasiado lejos. Ahora mismo llamo a la policía –descuelga el teléfono-. Os lo advierto: el que se vaya será tachado de culpable –da las pertinentes explicaciones por el cable-. Estarán aquí en seguida. Os ruego que permanezcáis tranquilos. Es mejor que piensen que no le damos importancia.
HIJA COSIENDO Y MADRE EN LA VENTANA (A la eterna transición)
-¡Mamá! ¿Viene Alberto?
-Todavía no… ¡Jesús!
-¿Qué pasa?
-Acaban de atropellar a un señor en la calle.
-¡No será Alberto!
-No, hija, llevaba sombrero.
-Dime qué pasa.
-Hay mucha gente… El señor se levanta, parece que no tiene nada… ¡Ay, Dios mío!
-¡Qué!
-¡Es el jefe de tu padre!
-Pues no le habrá venido mal el susto.
-No hables así, le podían haber matado…
-Sigue contando. ¡Y fíjate muy bien si viene Alberto!
-¿Acabas la bufanda?
-Casi.
-El jefe de tu padre le da una tarjeta al otro. Se dirá lo que sea, pero es un caballero.
-Qué bobada.
-Ya se marchan… ¡Mira, Alberto!
-¡Ay, ay, ay, que me queda una puntada…!
-Yo le entretengo en la salita. Tú termina.
-¡Ay, mamá! ¿Le gustará?
-No se trata de gusto, sino de que no vaya por ahí goteando la nariz.Trae unas flores.
-¿Flores? ¿Un ramo grande?
-No, pequeño.
-Pero es un detalle.
-Como novio, no es mal novio. Ya veremos cuando se case contigo.
CANCIÓN DE CUNA (A la nana)
-Sería mejor que te murieras –murmura la madre a su bebé, en la cuna-. Si no hubieras nacido, tu padre aún me querría. Seguiríamos saliendo por las noches, iríamos a bailar, como hacíamos antes. No así, que casi no lo veo, viene poco, y cuando siento la llave en la puerta y aparece, me mira serio y en seguida se dirige a su despacho. Ha cambiado y tú tienes la culpa. Tendría que ahogarte con la almohada. Has hecho que tu padre se me aleje y creo que nunca te lo voy a perdonar. Tu padre ha sido siempre muy alegre. Cuando lo conocí, llevaba mucho tiempo mirándome y yo hacía como que no me daba cuenta. Mis amigas y no nos reíamos. Un día, por fin, se presentó. Dijo que le habían destinado a la ciudad, que apenas conocía a nadie. Nos invitó a un helado. Luego nos seguimos viendo, todas las tardes se presentaba puntual en la cafetería. Alguna vez (lo hicimos a propósito: ya se había fijado definitivamente en mí), no fuimos. Al día siguiente me preguntaba dónde habíamos estado y yo me reía. Él también reía y me intentaba coger de la cintura. Luego, comenzamos a salir él y yo solos. Nunca le vi triste, ni siquiera cuando se mató su compañero, el que vino con él a la ciudad. Me dijo que se lo había anunciado muchas veces, pero que él pensaba que estaba bromeando. Dijo que era mejor y no perdió su buen carácter. Nos unimos más. Íbamos a los bailes, tu padre siempre de uniforme. Volvíamos a toda prisa para que le diera tiempo de dejarme en el portal, antes de que se arriara la bandera en el cuartel. Tú nos has separado, vida mía, y sería mejor que te murieras, así tu padre y yo volveríamos a salir juntos por las noches, en primavera saldríamos al campo y en verano nos bañaríamos en el río y regresaríamos a casa abrazados y cansados después de un día entero al aire libre. Pero estás dormido y no me oyes. Hace frío y me da pereza levantarme para echarme encima una chaqueta. No quiero que te acatarres, tápate. Asoma solamente la naricilla, espera que te coloque bien el embozo. No te muevas. ¿No ves que hace frío y te tengo que tapar? Sigue durmiendo, no vayas a enfriarte.
CONFESANDO (A lo evidente)
-Usted debe rehuir el trato de ese hombre –argumentaba el sacerdote.
-No puedo, padre. Me veo obligada a frecuentarle.
-Su alma está en peligro y esto es lo primero. Y es extraño que usted, sin apenas actividad social, tenga que verle por fuerza. ¿Es acaso un amigo de su marido?
-No, padre.
-Entonces no lo entiendo. Carece de justificación.
-Le juro, padre, por lo más sagrado…
-Esa expresión huelga aquí, hija. Debo insistir en que me diga la verdad, so pena de confesión sacrílega.
-¡Padre…!
-Cuénteme las circunstancias, dígame un nombre para que yo pueda hacerme cargo y ponerle remedio. Déjelo en mis manos.
-¡No puedo!
-Sí puede, hija, claro que puede. Soy su confesor desde hace años. Me ha abierto su corazón muchas veces a través de esta reja de madera. No tiene secretos para mí. Es justo, y sobre todo necesario, que conozca hasta el último aspecto de las vicisitudes de su alma. Con la ayuda de Dios y su propio temple de cristiana, que me consta…
-¡No, padre! Le repito que no puedo. ¡Prefiero irme sin la absolución!
El padre queda atónito.
-¡Está usted satanizada, hija! ¡La invade la soberbia! ¡No la reconozco! ¿Por qué se obstina en callar? –se calma un poco-. Dígame la identidad de ese desdichado que, según acaba de contarme, tiene tan gran ascendiente sobre usted. Yo, guardando el secreto de confesión, pondré todo mi empeño, y mi tacto…
-Es inútil, padre –dice la mujer, definitivamente desamparada.
-¡De ninguna manera! ¡Me niego a declararme vencido y que su alma se pierda! ¡Dígame su nombre! –ordena-. ¡Su nombre, he dicho! ¡Su nombre!
La dama se levanta y, despacio, se aleja del confesonario.
EL HOMBRE QUE SE DIO LA MEDIA VUELTA (Al picaporte)
Las veces que intentaba hablar en la oficina era enmudecido con groseros aspavientos. De manera que rompió su hucha de cerdito y se compró un megáfono. En una de las reuniones, cuando se discutían los presupuestos, conectó el aparato y murmuró: “Solicito se me conceda la palabra”. Los que estaban allí, ante el bramido que salió del artilugio, dieron un bote en el asiento y preguntaron: “¿Quién ha hablado?” “Yo”, repuso el vozarrón, pues en tal se había convertido su exigua vocecilla. Le miraron con curiosidad, punto de inquina, rogándole con forzada cortesía desconectara el artefacto y se dirigiera a ellos con su voz usual, que sabrían escucharle. Se negó y, sin darles tiempo a reaccionar, presentó un largo memorial de agravios que los otros escucharon con asombro. Aparte de ser continuamente despreciado y sus propuestas ignoradas, dijo, se quejó de que no se le permitiera utilizar el teléfono público, situado en el pasillo, más que en contadas ocasiones, siendo así que todos se servían indiscriminadamente de él, incluso para asuntos personales. Ellos negaron y lo echaron a barato, pero la voz tonante que provenía del megáfono insistió en que, de los empleados que llenaban la sala, era el único que no poseía la llave de los urinarios, teniendo que acogerse al recurso de una tapia, fuera del perímetro de la oficina. Aquí se sintieron verdaderamente dolidos, y varios le alargaron implorantes su llave. El compañero siguió: “En los cumpleaños se me olvida por sistema, por más que nunca dejo de contribuir con mi óbolo a la onomástica de todos, incluido el jorobado de la entrada”. Alguien de entre ellos no pudo resistirlo y se sumió en amargos sollozos. A estas alturas, se sentían confundidos, sin que fuera posible inteligr quién, de entre todos, era el sincero arrepentido. El megáfono chirrió y pudo aventurarse la esperanza de que enmudeciera, estropeado. Sin embargo, continuó trasmitiendo los agravios del hombre de la vocecilla, notablemente acrecidos por la técnica. “Lo que nunca os perdonaré”, siguió, “es vuestra insensibilidad, tan dolorosa, que me ha forzado, como veis, a medida tan extrema y, en el fondo, un sí es, no es, ridícula. Mi venganza la pronunciaré en seguida. Ahora, cuando enmudezca este cacharro, no contaréis más con mi presencia, mi compañerismo será mero recuerdo. Me veréis salir por esa puerta, la cual se cerrará para siempre a mis espaldas”. Dicho lo cual, corrió la silla, se levantó, dio media vuelta y se fue, dejándoles con cabal remordimiento.
CIUDAD EN LA LUNA (A lo que hay)
Los rumores venían circulando desde hacía tiempo: si existía una ciudad en la Luna o era sólo elucubración fantástica y poética de un grupo de iluminados. Finalmente, hemos podido confirmar que, en efecto, se erige en nuestro satélite una construcción artificial que merece el nombre de ciudad, aunque sus dimensiones son más reducidas, del tamaño de un puebluco.
¿Cómo nos hemos enterado? No podemos revelar la fuente, que sigue en la Luna y su vida podría peligrar, por bocas. (Si tenemos necesidad de darle un nombre, con Menéndez vale, aunque más bien responde por García.) Estamos, en cambio, facultados para dar a conocer un documento proveniente del satélite, correspondiente a lo que cabría denominar ACTAS DE LA REUNIÓN ORDINARIA DE LA COMUNIDAD DE VECINOS DE LA LUNA. Por ‘comunidad de vecinos’ hemos de entender al poblaco ése.
El Acta es como sigue:
Convocada la comunidad, en el salón de actos destinado para ello, a tantos de tantos, del año tantos, a las 19:00 horas, en primera convocatoria, 19:30, segunda convocatoria, los siguientes miembros: (aquí, los nombres de los vecinos), con el siguiente
ORDEN DEL DÍA:
1) Lectura y aprobación (en su caso) del Acta de la reunión anterior. El Acta se aprobó con fruncimiento de ceño en el caso del vecino del Bloque nº 4, encogimiento de hombros por parte del mismo, siendo esto acompañado por bufido de su consorte. (El indicador de oxígeno entra dentro de los parámetros aceptados.)
2) Cambio de cargos. El Presidente entrante y el saliente, serios como patatas ambos. Murmullos. (El indicador de oxígeno sube una micra.)
3) Presentación de cuentas y aprobación (en su caso). Se aprobó, tras examen minucioso de facturas por parte del vecino del Bloque nº 4, que cuestionó la pertinencia de algunas partidas. (El indicador de oxígeno sube más micras.)
4) Presentación del Presupuesto. Se presentó el Presupuesto, aunque su ejecución no le quedó ni medio clara al Presidente entrante. El Presidente saliente y el entrante pactaron reunirse luego, primero dijeron que en el bar, luego en la sala de calderas ante la negativa de la Comunidad a abonar las consumiciones en el citado lugar de hostelería. (El indicador de oxígeno deja el verde y entra decididamente en el naranja.)
5) Sugerencia de derrama para reparación de la caldera. No hubo acuerdo. En su lugar, se sugirió colocar unas gomas que, dada la menor gravedad lunar, habrían de aguantar suficientemente, siempre en el caso de un uso correcto y ‘siendo personas’, según expresión de la consorte del vecino del Bloque nº 4. (El indicador de oxígeno, entre naranja y rojo.)
6) Sugerencia de derrama para reparación de bomba de agua. Tampoco hubo acuerdo. Pero si las gomas sirven para la caldera, también serían susceptibles de utilizarse aquí, esto se dijo. Hubo sus dudas. (El indicador de oxígeno se pasa ufanamente al rojo.)
7) Sugerencia de derrama para sustitución de placas de cubrimiento de la ciudad (lunar). No hubo acuerdo, esgrimiéndose la razón de que, dada la carencia de atmósfera en la Luna, las citadas placas de cubrimiento de la ciudad (lunar) en modo alguno han podido sufrir desgaste. Y como tampoco se ha precipitado meteorito alguno sobre ellas (aquí la Comunidad cruzó los dedos), pues que se quede todo como está. (El indicador de oxígeno, como un tomate.)
8) Ruegos y preguntas. El vecino del Bloque nº 4 acusó de mirar turbio al del Bloque nº 3. Se instó al vecino del Bloque nº 4 a que presentara disculpas al agraviado. Las facciones de aquél adquirieron el color del adobe ferruginoso de la Tierra, lo que se consideró aceptable por unos sí y por otros no, quedando esto así reflejado en aras a lo que pudiera ser. El vecino del Bloque nº 3 afirmó que el regolito levanta mucho polvo, por lo que se ruega a los vecinos en general a que pisen la superficie (lunar) con mucho cuidado y, al regreso, se limpien bien luego las botas en el felpudo de la cámara de descompresión. El vecino del Bloque nº 4 dice que él pisa como tiene necesidad, obligado por su pierna, que le duele; a lo que añade que el regolito se vuelve a posar rápidamente en la superficie, sin otros efectos, en particular adversos, para nadie. Este mismo vecino del Bloque nº 4 asegura haber crecido un palmo desde que se instaló en la ciudad (lunar), motivo de preocupación para él por su posible incidencia en la salud. Se le arguyó que en el resto de habitantes de la ciudad (lunar) concurre parecida circunstancia, debido a la gravedad menor respecto de la Tierra, pero que no le dan apenas importancia. A lo que se agregó que, en cualquier caso, esto no sería competencia de la Comunidad, sino del Servicio de Salud, que depende de la Tierra. Ante lo que el vecino del Bloque nº 4, apoyado por su mujer, que se puso de pie sobre su asiento, perdió la compostura, manifestando que ellos, los del Bloque nº 4, son siempre los más perjudicados y que ya estaba bien. El vecindario dejó a la pareja desfogarse, prosiguiendo la reunión al cabo de siete horas y media, según el reloj atómico que figura en la sala. (El indicador de oxígeno, decir como un tomate es poco.)
Con muchas más cosas que tratar, pero dejándolas de lado, se disolvió la reunión a las tantas de la noche, siendo ya tarde para nada, excepción hecha de irse a dormir un par de horacas. (Reparar el indicador de oxígeno, que hay que reconocer que se ha portado. Pedir presupuesto y proponer derrama. El reloj atómico también mirarlo, atrasa.)
En la colonia lunar, fecha de tantos, etcétera.