No podían dar crédito a lo que, al filo de la madrugada, encontraron los jornaleros, en el patatal, ante sus mismísimas narices. Inicialmente no dieron crédito, luego la realidad imperiosa acabó por imponerse. Unos lloraron a calzón quitado. Otros, un pequeño grupito de pundonorosos, quisieron dar la espalda al acontecimiento, pero la inmensidad de lo que tenían delante les obligó a cercenar sus ansias de echar a barato el asunto, sumándose a los primeros. Ante su mirada -la de todos- se extendía un campo baldío de intemperancia en cuya fétida impudicia graznaban, con su risa hueca y siniestra, las aves carroñeras, algunas apenas destetadas, pero ansiosas como todas, de proceder a su botín, hermanándose con quienes, en tierra y sin alzarse hasta el empíreo, procedían de igual forma. ¡Y ese manto de negrura que se confundía con el azabache de los ejemplares volátiles que llegaban hasta el cielo y la afilada resolución de los mamíferos que parecía que acababan de emerger de la más bruna espelunca! Desde la falda del monte, subían con antorchas. Era cuestión de tiempo -apenas nada- que llegaran a la cumbre. Se oyó la voz gangosa de un megáfono. Con la más pútrida elocuencia fueron conminados a rendirse. (Continuará.)
9/8/2025
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