Suculencias – Caprichos

ACOSO (A la iniciativa, pero dentro de los reconocidos límites)

 En la bombonería estaban las empleadas alarmadas. En las últimas semanas, los intentos de violación se habían sucedido sin que el propietario del negocio, sobre quien recaían las principales sospechas (era él), intentara ponerle remedio. Al contrario, coartaba los intentos de presentar denuncia. 

   Susan y María de la Flor de Lis, el total de la plantilla, se reunieron en asamblea en los lavabos de la funeraria paredaña, lugar que consideraban más o menos seguro.

   –Lo malo es que actúa enmascarado –subrayó la primera, haciéndole una higa al alicatado, donde figuraban, cuidadosamente caligrafiados en excremento, apotegmas de importantes pensadores–. ¡Es precisamente su rostro lo que tapa, con el resto de su enteca miseria a la intemperie!

   –Lo sé de sobras –corroboró su compañera, arrastrando la ese con deje caribeño, que no termino de apreciar cómo es, pero ahí queda y chúpate esa mandarina. 

   –Deberíamos hacer algo al respecto. 

   –Esa frase no es española, sino sacada de un doblaje de film americano –censuró María de la Flor de Lis, a quien le tiraban la patria y el idioma. 

   –Hija, con esos melindres, don Anémono seguirá avanzando sobre nosotras como un conquistador de imperios; verbigracia, Napoleón o el griego Alejandro, conocido como el Magno. 

   –Deberíamos hacer algo al respecto. 

   –Ahora eres tú quien mancilla la lengua de Cervantes. ¿O será la de Molière? 

   –No menciones la lengua, que tú y yo sabemos que don Anémono, si no nos equivocamos y es él quien nos acorrala en la trastienda, acompaña sus conatos de un veloz movimiento de la misma con que habla. ¿Por qué lo hará? 

   –Posiblemente, para distraer del cachirulo y envainárnoslo.

   –No lo había enfocado desde esa perspectiva.

   –¡Ni nadie! –replicó Susan, con esa majeza que hacía babear al repartidor de ultramarinos (¿los habrá todavía?), joven lleno de granos que, día sí, día también, rendía un acto de homenaje a la bombonera en descansillos, donde más de una vez le sorprendieran los vecinos, llamando a la policía y a su padre y dándole una mano de tortas que para qué quieres más.

   –He olvidado por dónde íbamos –María de la Flor de Lis hizo una llamada de atención. 

   –Don Anémono.

   –Lo sé. Pero qué apartado.

   –Sus ansias, comprensibles, pero en modo alguno disculpables, de embucharse la golosina que ambas somos. ¿Vendrá su molesto comportamiento de la infancia?

   –¡Eres la leche de psicóloga, Sussie! A tal punto, que me río de los que trabajan para los servicios sociales de la Admón. 

   –¿Si encamináramos a don Anémono a esos servicios? 

   María de la Flor de Lis se acarició la barbilla, que la tenía firme y voluntariosa. 

   –Menos da una piedra –respingó.

   Esta historia, ¡qué más hubiéramos querido!, no tiene moraleja.

PARTE METEOROLÓGICO EN LA RADIO (A las ondas)

 (Carraspeo estático. El dial sintoniza una emisora. Cinco horas de la mañana.)

   ¡Noticia de última hora, queridos radioyentes! Según los meteorólogos del país, que lo acaban de saber por el satélite, el huracán “Nenaza”, uno de los más intensos y peligrosos de los últimos tiempos, se desplaza a toda velocidad hacia las costas de Florida, donde se teme arramble con todo lo que pille. Claveteen puertas y ventanas y si no han efectuado acopio de alimentos y de whiskey, pues cómo les diríamos que ya es tarde. Ser previsor en la vida es lo que vale…

   (Seis de la mañana.)

   ¡Lo que contábamos! Se confirma la virulencia de “Nenaza”. Varias embarcaciones y yates de recreo han resultado hundidos, sin que desgraciadamente se hayan podido atender sus repetidas blasfemias y llamadas de socorro, y mira que esta emisora, puntera en las ondas, había avisado una hora antes. ¡Ya saben ustedes, queridos radioyentes, lo que puede ocurrirles si no nos sintonizan, je! El que avisa no es traidor…

   (Las doce del mediodía.)

   “Nenaza”, como era de prever y hemos venido informándoles a ustedes, ha comenzado su andadura en tierra. Cantidad de viviendas han volado por los aires, dejando a sus aterrados ocupantes en distintas y desairadas poses, en un remedo de “El diablo Cojuelo”, un libro latino que no vamos a glosar aquí, que éste es un espacio de máxima actualidad y además serio. Sí apuntamos, meramente, que no teníamos noticia de lo que trajinaba la nación bajo el alero. En cuanto pase este follón, el periodismo amarillo se pondrá las botas. Las fotografías están disparando su precio en las subastas…

   (Las catorce horas.)

   “Nenaza” ha incrementado, si cabe, su furor. Tras levantar las faldas a una reata de jamonas, evidenciando unos muslos y etcétera que gloria a Dios en las alturas, también ha deshecho numerosas permanentes a señoras, dejándolas como locas piruleras, con lo que la tasa de infartos y divorcios se ha disparado en el Estado. El Gobernador ha lanzado un mensaje de tranquilidad y calma, pero la comunidad se lo está pasando por la piedra, que, como con el velo de Penélope, una extranjera, lo que el Gobernador teje por un lado, “Nenaza” lo deshilacha por el otro…

   (Veinte horas.)

   ¡Hétenos aquí, queridos radioyentes, encerrados en el cuarto de la limpieza, entre cubos y fregonas, que es el único reducto que nos ha quedado intacto y lo que aguante! El heroico periodismo hablado, compañeros y compañeras aquí de la emisora, permaneceremos en esta trinchera a su servicio, que es una forma de hablar, pues si pudiéramos, que no podemos, que “Nenaza” ulula y desbarata más allá de estos tabiques, nos daríamos el piro y ustedes tendrían que informarse por la ouija. Invitamos a que nos acompañen en la salmodia del “Jesusito de mi vida”, a ver si logramos enderezar algo por la vía ultraterrena, de lo que aquí somos francamente escépticos…

   (Varios días después.)

   Perdonarán nuestra afonía, queridos radioyentes, pero el supremo deber de mantenerlos a la última nos ha dejado la garganta hecha cisco. Hemos agotado las juanolas. También, y les rogamos sean benévolos, la vieja lacra del canibalismo ha hecho presa en nosotros, aunque en su variante más benigna, limitándonos a pegarles a ellas mordiscos que nos han devuelto con similar enjundia. ¡Hemos pasado un buen rato, coño! En cuanto a “Nenaza”, entendemos que continúa como el consabido paquidermo en la tienda de cerámicas…

   (Al mes.)

   Nos hemos hecho a esta vida. ¿Que por qué? Digamos que la ventolera de afuera justifica la psicológica que nos ha dado a cada cual. Del mundo exterior, ráfagas incluidas, no queremos saber nada: bastante estuvimos como puta por rastrojo, con el sueldo cicatero que nos alcanzaba apenas para invertir en la hipoteca a medio siglo. Somos más libres, más serenos, nos hemos conocido más y el gusto es nuestro. ¿Cómo nos alimentamos y de qué manera atendemos las necesidades primarias y las más elaboradas? A ti te lo vamos a contar. Ésta es nuestra última emisión. Ahora nos disponemos a jugar a un juego, la mar de goloso, que nos hemos inventado y que nos entretendrá las próximas jornadas. ¿A que damos envidia? ¡Te lo debemos, “Nenaza”!

EL TROVADOR TONTUELO (A todas las princesas)

Al trovador Melonardo le sorprendió la soldadesca conforme venía de rondar a la princesa, lo que tenía prohibido por el rey, que odiaba la música, principalmente la que hacía Melonardo. Aquellos brutotes le hicieron añicos el laúd, le desgarraron los leotardos y le tiraron al foso, donde tragó abundante cieno y casi se ahoga.

   Pensó entonces emigrar a regiones más salutíferas para su arte, pero le retenía su amor a la princesa, a quien no había visto jamás y por eso se la tenía que imaginar entera, adornándola, aquí y allá, con todo género de perfecciones y donaires. 

   Melonardo era amigo de un domador al que faltaba un brazo y las dos piernas. Bebiendo los dos a escote una jarra de vino en la taberna, recabó el cantautor ayuda para raptar a la princesa. Sanchís, que así se llamaba el de las fieras, reculó de entrada, temiendo ir a parar a la mazmorra de por vida, si eran descubiertos. Melonardo supo convencerle. 

   La noche siguiente era sin luna, pero la desaprovecharon a lo tonto. Así pasó con varias, terminando por encontrarse pues al pie del torreón cuando el satélite, que tanto cantaba Melonardo, brillaba como el foco de un estadio. 

   Echaron a suertes quién trepaba como una lagartija y volvía a descender con la princesa, pero cuidadito por dónde la cogía. Resultó Sanchís favorecido, si bien se escaqueó esgrimiendo su condición de caballero mutilado, por lo que no tuvo más remedio el otro que asumir personalmente la escalada. Llegó a la ventana hecho un cromo y con abusivos carrerones en las piernas, y es que a este hombre se le iba una fortuna en medias. 

   Temblando de emoción, se introdujo en los aposentos principescos. Una gramola (anacronismo) dejaba oír un tórrido tango, donde ella era un poco puta y él la perdonaba, con lo cual la moza tomaba a su corresponsal por un bendito.

   Melonardo hubiera debido retroceder en este punto, y cuando percibió la voz aguardentosa del jefe de los mílites, conversando (es eufemismo) con su adorada, ya era tarde. Al trovador le entraron de repente unas ganas tremendas de pirarse, ganando con Sanchís a uña de caballo la frontera, más allá de la cual fundarían los dos un negocio, una tienda de bolsos o algo así. No hubo caso. 

   Al domador le arrancaron el brazo que habían respetado los leones, encerrándole a continuación en una jaula, la que colgaron como advertencia al exterior del muro y encima le obligaban a decir las horas. En cuanto a Melonardo, le hicieron escuchar de labios de un enano sus propias composiciones que el cuitado dedicara a la princesa, mientras ésta se daba a la conversación (eufemismo) delante de él con su galán, que próximamente partiría para zurrar a la morisma. 

   Largos años pasó el del laúd en esta tesitura, hasta que finalmente consiguió darse a la fuga. Con sobrecogedora audacia, descolgó la jaula de Sanchís –la cerradura no se pudo abrir, ni ahora ni nunca–, llevándose al domador en un carretón escondido debajo de una manta con un estampado que reflejaba en viñetas el cortejo nupcial de la lombriz de tierra. 

   Vivieron de exhibirse en ferias y mercados, y Melonardo –ignorando las protestas de su amigo, el tronco– se siguió gastando un dineral en lencería. 

UNA HISTORIA SINGULAR (A jumentos)

 Pafnucio se sentía minusvalorado. Su croquetería se veía desplazada a los últimos puestos en el ranking. Él no podía comprenderlo. ¿No demostrara, por ventura, que sólo un reducido porcentaje de los clientes que acudían a comer a su negocio contraía salmonelosis, junto con una exótica variedad de tifus que resultaba mortal en cada caso? ¿La estadística no le daba la razón? ¿Para qué servía entonces esta rama de las matemáticas? ¡Ahora se alegraba de haberla suspendido en sus estudios, paralelamente al resto de las asignaturas!

   Pafnucio se estremecía en su lecho y fuera de él (quiere decirse que de día y de noche). Comenzó a barruntar –no era muy listo– un trato esquinado por parte de la sociedad y de las autoridades que regían con benevolencia y pundonor a ese ganado para el que cocinaba su mercancía. Todos se habían conjurado contra él, y tembló por un momento. (Temblar no es lo mismo que estremecerse, así que no se redunda diciendo, por un lado, que se estremecía y, luego, que tembló. ¿Estamos?) 

   Pafnucio se pasaba las noches en blanco y las jornadas dormido, al revés de como tenía que ser. Este desorden traducía el de su mente, que nunca la tuvo muy clara y a la sazón se iba volviendo todavía más obtusa. Con ello se resentía su comedero, y venga a mandar al hospital incautos, donde eran atendidos tarde, mal y nunca, siendo puestos en la calle de una patada literal en el trasero y sin completar el tratamiento. 

   Pafnucio (que hubiera preferido llamarse Miguel o José Carlos y ni siquiera esa dicha le era dada) trabó conocimiento con un estibador del muelle que le ayudó a recuperar la fe en sí mismo, enseñándole a propinar la torta a mano vuelta, en lo que pronto fue un consumado perito. 

   Lo que sí tenía Pafnucio era un instinto de cojones, que le indujo a desconfiar del de los muelles, sospechando que buscaba robarle su negocio. 

   No era así (de instinto de cojones, nada), sino que el estibador hacía méritos, acumulando bondades en un platillo de la balanza de su alma, dado que en el otro platillo figuraban estupros, asesinatos y baladronadas, estando verdaderamente en el alero zafarse el musculoso de las ultraterrenas llamas. 

   Pero Pafnucio distaba de entenderlo, derivando hacia el odio su prístina amistad a quien le devolviera la autoestima, con lo que volvió a perderla y para este viaje no necesitábamos alforjas. 

   Total que se liaron a mamporros, llevando el de las croquetas la peor parte y tampoco había que ser un lince para adivinarlo. Aquí se marchó por donde viniera el de los muelles, pesándole horrorosamente el platillo de las depravaciones, que el mayor ladrón del mundo comenzó robando un alfiler y del que hablamos llevaba ya muy recorrido el camino de la protervia. 

   Pafnucio se dijo que de perdidos al río. Le prendió fuego a su croquetería, sintiéndose por dentro más puro, más niño. Aunque seguidamente se encabronó cuando los del seguro no quisieron cubrir pérdidas, y les aguardó apostado detrás de una farola, con objeto de castigarles con la torta a mano vuelta, que era, en definitiva, lo único en limpio que sacara del asunto. 

REPASANDO LA CARTILLA (A las neuronas)

 En atención a los lectores más sencillos de este distinguido blog, hoy empeñamos un artículo que puedan entender hasta los niños. Para ello, nada mejor que glosar algunas muestras de la cartilla que tantas veces copiamos en la escuela… y más nos hubiera valido seguir analfabetos. Allá vamos.

   “Mi mamá me mima”. Es la afirmación escueta y candorosa de la infancia. Pero ¿es conveniente que las mamás mimen? ¿No resulta perjudicial para el carácter? ¿Y no se le edulcora y falsea al pecoso pequeñuelo (un poco cacofónico, ya lo sé) su visión del mundo, llevándose luego, al espigar, más tortas que una pandereta? Piénsese. 

   “Tu tía te tutea”. ¡Pues claro! ¿Era necesario verbalizarlo? ¿Cuándo y dónde las tías han dejado de tutear a los sobrinos? Y si hubiera sido así, ¿por qué mantendrían el antinatural tratamiento? ¿Lo sabían los padres de la criatura? ¿Y el Tribunal de Menores? Pasemos de largo, que aquí hay tema de fondo. 

   “Tu tío toma tomate”. Los tíos siempre han tomado tomate. Punto. 

   “Genaro tiene genio”. ¿Quién es Genaro? Diríase que proviene del medio rural, donde eventualmente se habría singularizado entre deudos y amigos, de ahí el aserto. El genio de Genaro ¿significa que posee carácter destemplado o se debe interpretar como expresión de intelectuales dotes? En este caso, ¿en qué esfera, científica o artística, destaca? Sólo pedimos, por el bien de Genaro, que no gravite al campo literario. ¡Que estamos en España, leches! 

   “Pepito pitó penalti con el pito”. Pues nos parece muy bien. Aunque mucho ojo con sacarle punta a la frase. 

   “Marta dormita con su marmota Mamerta”. ¡Marta quiere mucho a Mamerta y viceversa! De lo contrario, la mamífera dormiría en una cesta. ¿Será Marta huérfana? ¿Vivirá en el bosque, donde encontraría desfallecida a la marmota, salvándola de perecer? Aquí tenemos un hermosísimo ejemplo de amistad entre persona humana y animal. ¡Aprendan los que odian a los bichos! Un aviso: echen ellas el pestillo de la puerta, que hay personal incierto en la espesura. 

   “El ñu le preparó al ñandú una añagaza”. ¡Caray con el ñu! ¡Qué inclinación malsana de hacerse la cusca unos a otros! Aunque también el ave podía ser de aúpa. ¿Picaría el ñandú? ¿Y cómo han llegado a relacionarse seres tan distintos? Para acabar enemistados, mejor no se hubieran tropezado. ¡El mundo es ancho! Vaya cada cual por su lado. 

   “Suso susurra a Susana en el aseo”. ¡Salgan inmediatamente esos dos del baño! 

   “Sisebuto siseó a Sansón”. No sabemos quién es el primero, y el único Sansón que conocemos es el que acabó vencido por “armas de mujer”. Parece aquí que Sisebuto le avisara. 

   Hay más ejemplos, pero prefiero que los torpes los extraigan por sí mismos, repasándolos con su mejor letra e inteligiéndolos. Verán que poco a poco se irán haciendo más despabilados. Pero también es verdad que lo que natura no da, Salamanca no lo presta… aunque ahora están de saldo.

ARTÍCULO DE LA CASTAÑERA (Al pretérito pluscuamperfecto)

Ya no hay castañeras en Valladolid. O hay pocas. Menos de las que evoca la infeliz memoria. ¿Por qué ya no se alza, en los paseos, en las esquinas, en las plazas recoletas, esa garita gris, donde una viejuca de pañoleta negra –el sempiterno luto español por los muertos–, royendo interminablemente sus recuerdos, despacha su cucurucho de castañas a tanto la docena? 

    ¿Qué hemos hecho de las castañeras? ¿A dónde han ido? ¿Volverán algún día, como las golondrinas del poeta, “sobre nuestras aceras sus quioscos a montar”? ¿Las asfixió el Gobierno a impuestos, acaso para subvencionar a los del momio? ¿O fuimos nosotros –cada uno–, quienes un día desdeñamos seguir alimentándonos del fruto, nos despojamos de la niñez como el que se quita el calzoncillo, y corrimos con la matraca al aire en pos de ese cruel espejismo que es la vida? 

    El caso es que las castañeras han huido de las calles. Sólo quedan heroicas excepciones a las que habría que levantar un monumento. O una placa, que sale más barata y se puede gastar el remanente en putas. 

    Y como tales tratamos a las sufridas castañeras. ¿Qué nos han hecho? ¿De qué crimen las hacemos responsables? ¿No ocurrirá, más bien, que cada cual la ha liado por su cuenta y la culpa, cómo no, a las castañeras? 

    No son lo mismo los otoños, y no digamos los inviernos con su ausencia. Antaño, cuando teníamos frío o hambre, que más que del cuerpo eran del alma, nos comprábamos un cucurucho de castañas, de las que al menos dos venían con gusano, lo que tampoco era mal porcentaje y lo aceptábamos. 

    Ahora, en cambio, ¿qué lenitivo, qué bálsamo podemos aplicar al espíritu aterido por falaces oropeles? No tengo ni idea. 

    Habría que emprender una campaña por el regreso de la pequeña empresaria. O mejor una manifestación, acudiendo todos de mandil y pañoleta, y sosteniendo entre cuatro mocetones la caseta, horno incluido, a manera de rogativa por la lluvia, que sería, ¡toma!, de castañas. 

    Posiblemente, así se sensibilizarían las conciencias y un futuro más esperanzado se abriría a nuestros ojos. A pesar de que las autoridades usurparan el protagonismo de la manifestación, que es lo que siempre hacen, porque para eso creen que se las paga. 

    No podemos vivir sin castañeras. Hagamos los sacrificios necesarios, pero que vuelvan. Creemos una comisión que las emancipe desde los lugares a que se han retirado, sollozando por la incomprensión de una sociedad que ha perdido el norte y a quién le importa. 

    ¿Para qué los distintos organismos dedicados a la cultura, aparte de para procurar este nobilísimo retorno? Así, entre otras cosas, dejarían de andar jodiendo la marrana y encontraríamos los verdaderos creadores menos trabas, pero a ver entonces cómo justificaban aquéllos su trabajo. 

    Algún día, las calles se llenarán de castañeras y el humo de su precaria chimenea ascenderá derecho al cielo, excepto los días de viento que se meterá por los ojos, lo que hará llorar a tantos transeúntes, pero también de alegría porque lo que parecía imposible otra vez ha sido.

CUENTO CHINO O EMPANADA (A los que se llaman Pérez)

 El príncipe Pu, de la región de Mu, regada por el río Tsi y sus cuatro tributarios, Tsu-Tso, Tso-Tse, Tse-Tsi, Tsa-Tsi, se enemistó con su rico vecino Po, de cuyas tierras le separaban los montes Tsien. Pu entregó a Pieng la jefatura de su ejército, formado por cinco divisiones al mando de Piang, Chieng, Pung, Ping y Pong.

   Pu y Pieng estaban seguros de zurrarle la badana a Po y de paso incautarle sus arrozales, que el arroz que Po no se comía lo vendía, quedándole una pasta que invertía en gominolas, de las que era muy vicioso. 

   A todo esto, había una princesa muy graciosa y pizpireta (concesión a las lectoras, para que no digan que en las historias de guerra no hay amor), la bellísima Chien-Tsu, a la que pretendían Chieng y Pung, si bien ella, como suele pasar, estaba enamorada de un macarra conocido como Mo-To, a quien le gustaba bañarse en el río Tsi y también en el Tso-Tse, que le pillaba más cerca de su casa, exhibiendo como al desgaire sus pectorales tatuados con obscenidades y escenas de la vida de familia. 

   A Mo-To le reclutaron en la campaña contra Po, no quedándole más remedio que servir a Pu si no quería que lo empalaran, y Chien-Tsu le despidió llorando. Chieng y Pung, en el fondo unos ilusos, pensaron que la princesa vertía sus lágrimas por ellos y se llenaron de un espíritu marcial que no le auguraba nada bueno a Po, el de los arrozales. 

   Después de atravesar los afluentes Tso-Tse y Tsa-Tsi por los puentes respectivos Tsuo-Tsua y Tsua-Tsia, y rebasados los montes Tsien, se encontraron en el territorio de Po. Éste, desprevenido, reunió rápidamente sus huestes, confiando la dirección de las operaciones a Chang, rápidamente levantado de la cama, pues había trasnochado. 

   Ambos ejércitos se enfrentaron en la llanura de Tsuau-Po. Pieng dispuso en herradura sus cinco divisiones, mientras Chang, todavía aturdido por los deleites nocturnos, colocó las tropas a lo barullo, a pesar de lo cual y contradiciendo la doctrina militar vigente ganó la guerra. 

   Pu y su ejército, perseguidos por las huestes de Chang, que decían que les iban a dar mucho por el culo, retrocedieron a toda mecha a su país. Pieng, que debía decapitarse por no haber sabido conducir a sus hombres a la victoria, lo iba dejando, al igual que sus lugartenientes Chieng y Pong. No así Ping, Pung y Piang, que presentaron su propia testa a Pu en una bandeja, justo antes de volver a cruzar los montes Tsien. 

   Fue tontería, ya que privado el ejército de Pu de sus cabezas rectoras, y nunca mejor dicho, fue terminado de destrozar y sólo se salvaron Mo-To, Chieng y Pong. 

   Pong no aspiraba a la mano de Chien-Tsu, como Chieng y como Mo-To, pero de repente le entraron también ganas y entabló el trío un duelo a muerte, que tuvo como escenario la comarca en forma de cuña situada entre el Tse-Tsi, el Tso-Tse y el Tsu-Tso. 

   No venció ninguno, sino que se llevó a los tres por delante Chang, que invadió Mu, habiendo antes destronado a su propio emperador Po, quedándose con ambos reinos, con Chien-Tsu y con todo lo que pudo rebañar, y fundando una dinastía floreciente, de la que unos dicen que protegió las artes y las letras y otros, lo contrario, que no sabes muy bien qué pudo ser peor. 

NAVIDAD Y PAGANISMO (A los corderos)

Otra vez está aquí la Navidad, con su turrón, sus villancicos, sus músicas, sus luces… y su hortera despilfarro. 

Los que están hasta la picha de estos días, y quién no, deben en rigor tener en cuenta que lo que estomaga no es la conmemoración del Nacimiento del que vino a redimirnos (y que se lo tenía que haber pensado mejor), sino el arrebato consumista cuyo malsano paquete (con perdón) se endosa a la cuenta de la religiosidad sincera que intenta malamente sobrevivir en estos días.

Se supone que la Iglesia le cambió el naipe al hedonismo pagano de la época, imprimiendo en su lugar austeridad y sentimiento. Pero el paganismo se la juró entonces y, como MacArthur cuando tuvo que salir por piernas del Pacífico, dijo: “Volveré”.

En efecto, ha vuelto. Y decidido a tomarse la revancha.

Comenzó ridiculizándose el Misterio, ensañándose los caústicos con las gentes que todavía lo celebraban y en cuyos ritos los humildes encontraban su consuelo. Y prosiguió adulando los sentidos y caricaturizando aquellos enigmáticos presentes del oro, incienso y mirra, que no se sabe (allá doctores) qué pudieron hacer con ellos el Niño con sus padres, aunque no parece que les luciera.

Burla burlando, nos daremos estas fechas atracones homéricos, que me río yo de las hecatombes de los griegos frente a Troya y de los banquetes de sus sucesores los romanos, pues la verdad es que estos pueblos civilizados comían y bebían como los bárbaros de allende sus fronteras que terminaron invadiéndolos. 

En esta columna distinguida nos inclinamos a la borrachera accidental, sin premeditación ni alevosía y menos tomando como pretexto el suceso que rompió la Historia en dos y tantos corazones en añicos. Tampoco somos partidarios de ahitarse más de la cuenta, que a ver quién limpia luego de vomitonas las aceras, ni Soraya ni Rajoy, que están a otras. 

Pero de lo que esta columna es particularmente enemiga es del hipócrita argumento de quienes se zafan con mohín del “ambiente navideño”, parando en turísticos destinos, que no es sino la otra cara de la tortilla y que en realidad huyen de su conciencia, y éstos son más paganos que ninguno, situándose por encima de los mortales que aún se encuentran presos de la “oscura superstición del Niño Dios”.

No sé si queda demostrado que son antitéticos Navidad y consumismo, estando este último imponiéndose por goleada, de donde el hastío (para algunos, peligrosa depresión) que se bordea en estas fiestas.

Y que tampoco vale la coartada de sentar un pobre a tus manteles, como en “Plácido”, el gran film de Berlanga y el inolvidable Cassen, entre otros argumentos porque los tiempos han cambiado y el pobre es uno mismo y uno se sienta si quiere, y si no permanece de pie toda la cena.

Menos dengues y aspavientos, pues, con la Navidad, que ojalá pudiéramos recuperarla en su sentido sin la yedra del asfixiante paganismo. 

Ahí queda el artículo del meapilas, que se tenían ganas y lo único que lamento (falso) es su incorrección política y sintáctica. 

CORAZÓN ASEDIADO EN MES DE ENERO (A las tiernas y cálidas heladas)

Inició el año en el salón de un hotelito, arrastrado por Ofelia, su patrona. Al sonar las campanadas y descorcharse el champán, con la súbita explosión de serpentinas y confetis, Picardo vio que ella le sonreía insinuante. Mantuvo heroicamente las distancias hasta el alba, en que por fuerza regresaron juntos a la casa. Picardo era modelo de tacto, hasta el punto de que su patrona tomó su desvío por la pasión contraria: en la propia comida del día uno, ante el resto de los sorprendidos huéspedes, se anunció el compromiso y el subsiguiente y rápido enlace para el mes próximo. Según le felicitaban, Picardo se preguntaba si era imbécil.

De entrada, recibió el día de Reyes un obsequio envuelto en papel de regalo, que resultó ser un jersey tejido en el mayor de los secretos por la patrona. Se lo probó ante todos, quienes dieron su aprobación benévola. Picardo estaba hecho un brazo de mar, aseguraron. No pasaría frío. El ocupante de la habitación de al lado le guiñó un ojo. Nevaba en el exterior y en el alma de Picardo.

La cuesta de enero la subió Picardo, de camino a su trabajo –era empleado de comercio-, enfundados sus pies en unos gruesos calcetines salidos asimismo de los amorosos y gordezuelos dedos de Ofelia, que inminentemente le sorprendería con una faja que le entregó ruborizándose. Picardo iba siendo recubierto como una oveja.

Hacia el día veinte del mes –la jornada transcurría sin nevar-, inició el desesperado la contraofensiva.

Él no era digno de matrimoniar con la patrona, musitó a la mujer haciendo acopio de valor. Tenía multitud de defectos, aseguró. Sin ir más lejos, dijo con repentina inspiración, fumaba en la cama. Cualquier noche provocaba un incendio. Ofelia le ganó por la mano. Saltándose el ajuste presupuestario post navideño (y de paso los imaginarios temores del pupilo), le compró una tabaquera de piel con un diminuto corazón de oro. Supo Picardo parecer agradecido. Esa misma noche, intentó arrojarse al paso del tranvía, acobardándose en el último segundo. 

Empleó las últimas fechas del mes en madurar la huida. Abandonaría subrepticiamente la ciudad, dejando una escueta nota con objeto de que no le buscaran creyéndole extrañamente desaparecido. Sus ahorros le ayudarían a sostenerse en el primer momento.

El mismo día treinta y uno, después de cenar, se encerró en su habitación. Cuando todos durmieran, saldría a hurtadillas de la casa, encaminándose con el mayor sigilo a la estación. Había adquirido ya el billete.

En silencio, extrajo su ropa del armario y la fue colocando encima de la cama. Era llamativo el número de prendas que le había tejido la patrona. Alzó un jersey de rombos y, sin saber por qué, se lo llevó mecánicamente a la mejilla. 

Oyó un ruido. Se volvió.

Ofelia se situaba en el vano de la puerta. 

Enternecida, contempló a Picardo con el jersey de rombos en la mano. Se le acercó. Rodeó al infeliz con sus brazos. Mañana, susurró, tendrían que firmar los papeles de la boda. Asintió Picardo, agónico. 

Sonaron doce campanadas.

Había transcurrido el mes de enero. 

IDENTIDAD E INOPIA DE TITO ROCAMORA (Al propio Tito)

I

Tito Rocamora, funcionario encargado del tampón de salida en el Ayuntamiento conservador de su ciudad, aquejado de amnesia que abarcaba enteras su niñez y adolescencia, se sentía abrumado e infeliz por la grave laguna biográfica. 

Su prístina documentación –guardada en un gastado sobre de color mostaza del que un coleccionista (¿quién?) había arrancado las estampillas– lo titulaba de inclusero, nacido de desconocidos padres. Era el único dato de aquella etapa incógnita, junto con su nombre, que podía dar por cierto. Los restantes, ubicación y particularidades del hospicio incluidos, estaban borrados a consecuencia de una extendida e irrevocable mancha de agua.

Rocamora se torturaba acerca de la mancha. Dependiendo de su ánimo, le inducía varias causas:

a) Llanto. ¿El de su madre al renunciar a su custodia?

b) Inundación. 

c) Salpicaduras de abluciones. ¿Cuáles? ¿De quién? ¿Hombre o mujer? Esta explicación, no sabía por qué, le desazonaba especialmente.

Tito Rocamora se obsesionaba también con su apellido. Con probabilidad, se lo endilgaran en el orfanato, extrayéndolo, quizá con guasa, seguramente con rutina, de alguno de los folletones con que –lo había oído de gente autorizada– distraían los celadores sus veladas. ¿Viviría impreso en el papel un tal enano Rocamora? ¿Un felón vizconde Rocamora? ¿Quizá el piloto Rocamora, protagonista de proezas en el aire que sobrecogían a las féminas en tierra?

II

La admisión de Tito Rocamora en la administración estuvo jalonada de ciertas triquiñuelas protagonizadas por el propio, con el lógico desconocimiento de sus futuros jefes. 

Rocamora, que no disponía de más papeles que los dudosos contenidos en el sobre, y necesitado de más concreto pasaporte que incluyera estudios medios, recurrió a un falsificador, urgiéndole de paso para que le dotara de prosapia, vale decir, de progenitores oficiales y un hogar. 

Su padre se pasó a llamar Rodolfo, habiendo sido vinatero, fumador en pipa y aficionado (con mesura) a las carreras de caballos; resultando María Virtudes la gracia de su madre, de profesión las labores de su sexo. El domicilio familiar fue situado en una coquetona casa de dos pisos, no lejos de las arterias principales, pero suficientemente apartado para que a nadie le interesara hacer indagaciones. (Los detalles no estrictamente precisos o ambientales figuraban en recortes de prensa igualmente espurios.) 

Amparado por los antecedentes títulos, principalmente el que reflejaba su formación académica virtual, el opositor consiguió ganar la plaza. El falsificador, aprovechando su adquirido ascendiente sobre Rocamora –insistió en que conservara su apellido: la amnesia le podía jugar malas pasadas–, se benefició en adelante de la parte del león de su salario, que tampoco daba como para soltar cohetes. 

Este individuo respondía –es un decir– por Sr. Sieso, y lucía un característico clavel rojo reventón en la solapa. Tito Rocamora y Sr. Sieso solían tomar copas, sufragadas por el funcionario, a la caída de la tarde, después que el primero dejara su oficina de remero galeote, habiéndose despedido con una venia ceremoniosa de sus jefes. 

Rocamora era intolerante a los tragos, que se le subían con rapidez a la cabeza, momento que el otro aprovechaba para arrastrarle a un lupanar, a cuya dueña conocía de cuando ambos estudiaban catequesis en una parroquia que acabó siendo execrada, por razones que se consiguió hurtar a los periódicos. 

Conforme se abandonaba Tito a las mecánicas, y un tanto impacientes, pericias de la daifa –Sr. Sieso hacía el paralelo en la propincua estancia–, su pensamiento volaba tenaz al sobre de color mostaza que, en el armario del cuarto en que vivía, encerraba, mudo, inflexible, con la severidad de un convencido cancerbero, el arcano de su verdadera procedencia. 

III

Con los años, Tito Rocamora, a pesar del respaldo documental de Sr. Sieso, acrecentó la tensión de su orfandad. 

El recorrido matinal al Consistorio se le hacía cuesta arriba. Ya en el trabajo, hesitaba estampillar los dos o tres papeles depositados en su mesa, hasta el punto de que le llamaron la atención. No pudiendo soportarlo, sufrió un cólico. 

Le condujeron al ambulatorio con síntomas de asfixia. Tras hacerle numerosas pruebas –se desdeñó la trepanación que propuso un sanitario–, fue devuelto a su pensión con la receta de un suplemento vitamínico y el consejo de procurara descansar. 

No tardó en presentarse Sr. Sieso, pero no para interesarse por la salud del compañero, como tuvo la ingenuidad de pensar éste. Mostraba numerosos hematomas en la cara. Sr. Sieso debía con urgencia mudar de aires, para lo que necesitaba imperativo el concurso del amigo. 

Se irguió en la cama Tito Rocamora, afirmando con prurito de vergüenza que acababa de ser rebajado de salario. Por semejante razón, y lamentándolo en el alma, se veía en la tesitura de negar la ayuda requerida. 

Sr. Sieso aulló. Recordó que el puesto que ocupaba Rocamora, bueno o malo, regular o mejorable, se lo debía a la habilidad de Sr. Sieso, habilidad que –se obligó a confesar el tumefacto– era precisamente la que le situaba en el actual brete. Sr. Sieso lanzaba frecuentes y angustiadas miradas a la puerta. 

Terminó extrayendo una navaja de cachas nacaradas, en las que figuraba inscrito en letra púrpura un soez apotegma de burdel. La hoja refulgió a medio centímetro de la nuez de Rocamora, que se desplazó (la nuez) arriba y abajo con angustia.

En ese momento, irrumpieron en la habitación unos matones. 

IV

Tito Rocamora, en el frenopático donde acabó siendo internado, cumplía su tarea de regar las flores con celosa exactitud.

Sumiera en el olvido la totalidad de su pasado, despreocupándose asimismo del presente, excepción hecha de su cometido horticultor, y sin barruntar siquiera su futuro. 

Sr. Sieso, desde la silla de ruedas en que se postraba tetrapléjico, contemplaba a Rocamora con inclemente furia. (Las autoridades sanitarias habían decidido, a pesar de sus adversas dolencias, y con miras a intentar el buen comedimiento de los dos, no separar a los amigos.) 

Regularmente, desconocidos escalaban el muro de la casa de salud para exhibir a Sr. Sieso como fenómeno mutante en una feria, dándole de paso unas collejas. Luego permanecía éste sin salir al aire libre un tiempo. 

Empuñaba Tito entonces las manijas de su silla, volviendo a colocar al compañero en el jardín, ignorando, cordial y afectuoso, sus protestas. 

Rocamora recibía en Navidad, puntual e inexcusable, la felicitación de sus colegas funcionarios, quienes expresaban el deseo formulario de su cura. El sobre de color mostaza se perdiera en las mudanzas.

Tito Rocamora dormía como un lirón toda la noche.

«FABULILLA» (Al revés de la trama)

Un avaro guardaba en su casa un gran tesoro. Todas las noches, mientras los demás dormían, él permanecía en vela contando las monedas. Cuando el primer fulgor del alba penetraba por la claraboya, escondía los caudales, incorporándose sin haber descansado a la tiendecita donde ofrecía cachivaches. Se pasaba las horas temiendo entraran ladrones y localizaran el dinero. Al anochecer volvía a embelesarse con su escondido capital. La ciudad entera, engañada, compadecía su indigencia.

Pasaron meses, años. Su cabello se volvió gris y luego blanco. Enflaqueció y una joroba, como la de los dromedarios que atravesaban el desierto, curvó con severo trazo sus espaldas. En ocasiones lamentaba no haberse casado, pero lo gravoso de mantener mujer e hijos, aprendido de las quejas que en este sentido escuchaba a los clientes, le confirmaba en su resolución. 

Un día, al abrir la tienda, oyó gritos y voces en la calle. Los ejércitos del sultán acampaban al pie de las murallas. Exigían la entrega del hombre más miserable de la ciudad. 

Tan extraña petición hizo acudir a sus umbrales a un grupo de notables, rogando se sacrificara por el bien de todos. Ninguno tan pobre como él, le dijeron, y además carecía de familia que adoleciera de su pérdida. Él pensó: “Si muestro mi tesoro, me libraré de caer en manos del sultán, pero habré despertado la codicia de mis conciudadanos, que, antes o después, asaltarán mi casa para despojarme. Por otro lado, no deseo ser entregado al enemigo”

Extrajo entonces una moneda de su escondrijo y la enseñó a sus convecinos, afirmando que acababa de encontrársela. Con la treta, hubieron de elegir a otro, aunque la moneda se destinó a socorrer a la prole del inmolado. A la mañana siguiente, regresó el emisario del sultán con idéntica exigencia, y él volvió a repetir el ardid, presentando ahora dos monedas. 

Ocurrió igual cada mañana, debiendo el avaro doblar su oferta, con lo que dilapidó su tesoro, convirtiéndose sin remisión en el más pobre y siendo entregado por último a las tropas del sultán, que lo empalaron. 

Quienes le habían precedido en la entrega, que permanecían en cautiverio comiendo berberechos –pues no eran el verdadero objetivo del sultán, el cual buscaba castigar la avaricia y cochambre del insolidario, del que tenía noticia por sus espías–, regresaron alborozados a sus casas. El sultán se retiró, recibiendo en adelante los sobrenombres de “Magnánimo” y “Justiciero”.

DEL OESTE (A uno de los cuatro puntos cardinales)

A John MacCauley, a quien habían tomado por cuatrero (esto no queda muy claro), le subieron al caballo con las manos atadas a la espalda mirando hacia la grupa, le colocaron la soga al cuello y lanzaron el otro extremo sobre la rama del único árbol que crecía en la comarca y al que conocían como el “árbol del ahorcado”, vete a averiguar por qué. 

Cuando le daban un cachete en el culete a la montura, sonó un disparo de Winchester en la limpia inmensidad, la cual pulcra bala salida del cañón segó con infinita puntería el cáñamo, permitiendo a MacCauley huir como una centella a lomos de la yegua (que lo era), dándole chance de salvar su vida por los pelos, y confirmando además la opinión de sus captores, pues se llevaba una equitación de mimo.

Aquilatando esos pazguatos que habían hecho el canelo, se pusieron a ahorcarse unos a otros, hasta que únicamente quedó en pie el más espabilado, que se mantuviera durante toda la refriega fumando filosófico su pipa. Éste, descubriendo en la cumbre de los distantes y azulados montes señales de humo, que tomó por mensaje de indios hostiles, cuando nada más era que se quemaban unas zarzas, se retiró de puntillas a su casa.

Volviendo con John MacCauley, y cuando la “noble bruta” (aquí,  homenaje a Serafín) se cansó de caminar, se encontraron en un desierto de sal en situación apuradísima. MacCauley temió descabalgar, ya que Loli (la acababa de poner este nombre) podía salir zumbando. Y es que las hembras son imprevisibles, lo cual las confiere atractivo pero también estás en un continuo sobresalto. Dicen algunos –es calumnia- que por esto los hombres viven menos.

MacCauley no tenía pistola, ni sombrero, como tampoco botas, que se las habían quitado pues eran un hermoso y nuevo par de cuero repujado. Pero lo que sí tenía era un cristalito que allí llamaban lupa, y se reían los lugareños como berzotas cuando veían a su través agrandarse los objetos. Con la citada lente quemó las ligaduras, y no se diga que no era ingenioso nuestro hombre.

Ya libre, se situó correctamente sobre la silla y le cantó un bolero a Loli para que, con su fino olfato, localizara un venero a flor de tierra, cosa que la dama hizo en un decir amén Jesús y se saciaron de agua. 

Llegados a poblado, cruzó mirada John con una pelirroja, que giró zahareña el bello rostro, pensando para sí que MacCauley había sido un descarado y que le odiaría siempre, aparte de que había venido del desierto muy desaseado. Y es que cuando piensan esto es justo lo contrario, no sé si me estoy explicando, pero sí lo sabía MacCauley aun sin ser ni mucho menos Freud, y de ganado podía escribir una enciclopedia en veinte tomos.

John se contrató en un rancho. Ocasionalmente se tropezaba con la otra, que se ponía la mar de rabiosa y era porque el chorvo (también se escribe con be, o sea chorbo) no daba el paso que debía dar. Pero MacCauley temía que su pasado terminara por alcanzarle, convirtiéndose en presente y sin saber si le acarrearía algún futuro (sutil y profunda pincelada sobre el tiempo). 

Hubo un tiroteo en el pueblo que resolvió MacCauley, circunstancia que aprovechó la pelirroja  para, con el pretexto del miedo, terminar en sus brazos. 

Quedó en el misterio quién disparara el providencial tiro de Winchester.

¡ZUMBA QUE DALE! (A la anagnórisis)

(Tragedia en tres actos, con Prólogo y Epílogo, que incluye una anagnórisis como un piano. Por razones de espacio, expurgamos la hojarasca, quedándonos con las escenas más significativas y entrañables. Comenzamos con la anagnórisis –por otro nombre, agnición–, que, como saben hasta los burros, es la revelación dramática de una identidad que hasta el momento se ignoraba. No confundir con cuando la Policía te toma las huellas dactilares, que te han pillado con el carrito del helado.)

MADRE: ¡Hijo!

HIJO: ¡Madre!

MADRE: ¡Hijo!

HIJO: ¡Madre…!

(Así, la intemerata, fundiéndose luego en un abrazo que arranca estremecedores aplausos en el patio de butacas, menos un perillán, a quien le da por arrojar titos de aceituna al escenario, que dónde habrá aprendido sino en clase, a pesar de lo cual viene promocionando hasta con nota. 

Telón y entreacto, que aprovecha el público ilustrado para mear y ellas en particular para retocarse el colorete y buscarse unas a otras faltas y lunares. Nadie se atreve a dar su opinión sobre la obra, en primer y último lugar, porque no saben. Para disimular, muestran, sobre todo ellos, una media sonrisa como si estuvieran en el ajo de claves que a los demás se les escapan.  Seguimos con el Tercer Acto y Epílogo hasta el Fin.

El CONDE avanza sinuoso por los corredores del castillo, que también son sinuosos. Éste es un monólogo que me río yo de Hamlet.)

CONDE: (Embozándose en la capa.) ¡La anagnórisis ha estropeado mis torticeros planes, con el trabajo que empleé, jolines! (Ya nadie dice “jolines”; es preferible “joder” o “la puta que te parió”, aunque queda un poco basto y te pueden untar en el hocico. Sigue el CONDE.) ¿Habrá un benéfico designio que se complace en echar la zancadilla a los malvados? ¿Por qué la madre no puede ser mía, y de qué manera y con qué ayuda sobrevivió su hijo al orfanato, a donde yo en persona le conduje de noche en una canastilla, saltándome vesánicamente los semáforos? ¡Sufro, y mi sufrimiento es tan intenso como justo, pues no tengo empacho en admitir haberme comportado como un marrano, pisoteando mi alcurnia, mi linaje y mi abolengo, vocablos que más o menos son sinónimos! Pero, ¡ja!, lejos estoy de arrepentirme ni enmendarme…  

(Trastabilla y se da una morrada tan realista que el respetable sospecha si estaría en el texto. La mirada del personaje se pone vidriosa: le ha dolido.)

CONDE: (Rehaciéndose.) ¡Tengo un montón de preguntas para las que carezco de respuesta, y un montón de respuestas de las que ignoro la pregunta! Aunque todo se resume en un único y gigantesco ¿POR QUÉ…? 

(Repite la interrogación como tres o cuatro veces, a lo que se suman efectos luminosos y sonoros, que es todo lo que capiscan los críticos asistentes de los periódicos locales. Poco después, el CONDE se precipita a un pozo. No se sabe si es suicidio o que no ha visto levantada la trampilla, quedando el final ambiguo.

El público sale impactado de la sala, pero en cuanto le da el aire se recupera, marchándose a cenar a un restaurante, donde se lo pasan hablando de bobadas. Los más afortunados mojan.) 

CUENTO RARO (A Rodrigáñez y Peña, a quién si no)

A Carlos Rodrigáñez le perseguía un pasado de injusticia y de miseria. Las que él había provocado con su incorrecto desenfado y su boicot sempiterno a las normas sociales y académicas.

Su valetudinaria madre, una ancianita de cabellos plateados, nariz aguileña, gafas de hipermétrope, manos de pianista castigadas por la artritis y una inconfundible voz cascada que le amonestaba desde su infancia, le decía que era malo. Rodrigáñez reía.

Un amigo de Rodrigáñez, Peña, le propuso un negocio fraudulento, cuyas características mantuvo en secreto hasta que las reveló, uncioso. Era noche sin luna, sacudida por la helada. El hombre del tiempo (una mujer) había anunciado temperaturas primaverales, pero sin comprometerse con la fecha, con lo que acabó acertando.

El trapacero negocio consistía en invertir poco, o nada, y obtener ganancias cuantiosas explotando la buena fe de las gentes, que cada vez tenían menos (la sociedad en la que estaban inmersos iba de cráneo) y cuanto antes aprovecharan esa candidez, mejor. Rodrigáñez miró aviesamente a Peña, quien le correspondió con sonrisa de doblez e intemperancia.

Peña y Rodrigáñez. Rodrigáñez y Peña. El binomio humano era conocido en prostíbulos y dancings, romerías y torneos, escaladas sin cuerda a montes bajos y expediciones antropológicas a pueblos cercanos, donde al principio los recibían con los brazos abiertos y, posteriormente, conocidas sus verdaderas intenciones, encerrando bajo llave a las mujeres golosas de la comarca, que se las solían arreglar para descolgarse por un desguarnecido ventanuco. Rodrigáñez reía, también Peña.

Les plantó cara un fornido. Se la rompieron los amigos, no sin pagar un alto precio, pues fueron vilipendiados con auténtica acritud. Existieron quienes hicieron acopio de voluntad para enemistar a Rodrigáñez con Peña, a Peña con Rodrigáñez.

Fracasaron y el espeso manto del olvido venteó en estúpidas pavesas los fútiles nombres de los enredadores, quienes, en adelante, privados de entereza, secundaron las proposiciones de cualquier tronado.

Caminando por tupido bosque, le flaqueó a Peña el ánimo. Fue el secreto mejor guardado entre los dos. Sin embargo, las ardillas, los pájaros veloces, las nubes, hasta el musgo, difundieron la debilidad del negociante.

Éste renunció a todas sus ansias, apetencias, ambiciones. Abandonó oropeles, se arrancó del pecho insignias y condecoraciones (y algunos pelos), ante el crítico estupor de Rodrigáñez, quien no supo, no pudo o no quiso contener el desfondamiento del colega.

Era el momento que esperaba la madre del perdido Rodrigáñez. Derramando lágrimas de gozo, volvió a censurar al vástago con epítetos trufados de cariño y elocuencia. No se ablandó entonces Rodrigáñez, porfiando en sus tropelías pueblerinas, que en más de una ocasión dieron con sus huesos en la cárcel, de donde le sacaban efímeras doncellas emborrachando a los guardianes.

Rodrigáñez tenía un capitalito que fue dilapidando. Al faltarle Peña, no lograra restaurarlo. Rodrigáñez se encontró, cubierto de harapos, pidiendo en las esquinas. O quizá, no.

AMERICAN POTPOURRI (A lo que es la vaca)

La prepotencia le perdía a Thompson. Su agente de la condicional, John Smith, estaba a punto de arrojar la toalla. Pero se mantenía en su puesto porque le quedaba poco para jubilarse y a dónde iba a ir que más valiera. 

Thompson llevaba sobre sus espaldas reiteradas fugas, frustrándose la mayoría de ellas al borde de un barranco o en las márgenes de un río imposible de vadear… y eso que sus antepasados lo hicieran conduciendo cornilargos (antes de introducir los herefords) y hostigados además por los indios, escapados de la reserva donde permanecían todo el santo día mano sobre mano, circunstancia aquella (la de que el penado no cruzara el río) que indicaba que la raza degeneraba, lo que atañe tanto a Thompson como a Smith. (Leer este párrafo de nuevo, para enterarse, que me ha salido un poco alambicado.)

Total que otra vez nos encontramos a Thompson corriendo que se las pela por carreteras del desierto en un descapotable, con la policía de tres o cuatro estados a los talones y el sufrido de John Smith (Juan Pérez) rogándole que, por la gloria de su madre (la de Thompson), no agravara su caso, que le podría llevar a la inyección letal. Pero el otro apresuraba la marcha. Momento en que comenzaron a silbar las balas y a ganguear el megáfono, intimándole a la rendición, a lo que el fugitivo respondía que naranjas de la China. 

Los de los derechos civiles, enterados de la persecución por los mass media, que filmaban desde un helicóptero la escena, sacaron a relucir la infancia desdichada de Thompson, atenuante, según ellos, de la posterior trayectoria del delincuente, cuando si le hubieran tratado con cariño en sus años formativos, mejor nos hubiera lucido a todos, eso decían, el contribuyente se habría ahorrado su dinero, y mejor prevenir que lamentar.

Argumentación que encabronó a un senador republicano, que no podía ver ni en pintura a los de los derechos civiles, de los que formaba parte su propia hija del senador, cuyos muslos y pandero (de la hija) eran causa directa de que engrosaran las filas solidarias, aunque en principio no hubiera mucha relación (esto opinaban los más cándidos).

En resumen, que la hija del senador, cuya madre había muerto o bien no aparece en esta historia, se las arregló para localizar a Thompson en un lugar abandonado que había sido en el pasado emporio minero y que ahora era conocido como “el pueblo fantasma”. 

La hija del senador y el delincuente se enamoriscaron al calor de una fogata, lo que significa que ella se apeara de su alcurnia elevándose él paralelamente y confluyendo en un justo punto medio, donde los filósofos sitúan la virtud, que esa noche no salió muy bien parada…

Pero la ley gravitaba sobre sus cabezas como espada de Damocles. Y al llegar aquí, le muerde un viborezno al agente de la condicional, que era gordo y sudaba como un caballo bajo el sol, que allí arrea que da miedo. Y se descubre que Thompson era investigador secreto al servicio del gobierno, infiltrándose entre la delincuencia más grosera y desarticulando un montón de bandas. 

Y todos ¡más contentos!, menos John Smith, acabado de espichar por la picada, y los de los derechos civiles, que quedaron un tanto desairados, lo que dieron en el informativo de las ocho, donde casi logran emitir un fugaz plano de la hija del senador bajándose de un coche, pero el padre hizo valer sus influencias, que algún gaje tiene que tener dedicarse a la política.

MUSLANDO POR LA VIDA (Folletín en una entrega)

Era pura, pero se había encanallado. Mucho tuvo que ver en ello el primo lejano de un tío materno suyo, que la miraba con alarmante fijeza por entre las breñas que circuían el descuidado jardincito donde transcurrió su infancia, finalizando ésta bruscamente una tarde calurosa de verano, a consecuencia de una actuación carnal del primo.

La joven, casi niña, huyó de su casa sollozando. Los padres murieron de dolor y vergüenza, en breve lapso.

El causante de la iniquidad –el primo lejano de su tío materno–, después de amañar en beneficio propio el testamento familiar y pegarle al tío materno un tiro en sus partes (silenciamos cuáles), salió en pos de la pequeña. En el pecado llevaba la penitencia: se había encoñado.

La localizó enseñando impúdicamente los muslos (no él: ella), que en el ínterin –seguía siendo verano– se habían bronceado del color de la canela. 

La interpeló, celoso y zaino:

-Esas pétreas columnas, que semejan salidas de la grecorromana escuela, si no del cincel de Miguel Ángel, y que, conservando su dureza marmoleña, el sol ha pintado de su pátina, ¿por qué no las hurtas a la mirada transeúnte, con tela de saco hasta los pies?

Ella rió. Cantarinos arpegios salieron de su garganta.

-Te jodes –le anunció, subrayando hasta el naturalismo sus andares.

Rugió el primo como el león en la sabana, como el terremoto de San Francisco, como las chimeneas del Titanic (hace ya cien años, cómo pasa el tiempo) al hundirse pavorosamente en el Atlántico, donde también se sumergiera el continente de su nombre. 

Pero no nos desviemos. 

Paseaba ella sus muslos, como quien no quiere la cosa, allá por donde iba. El primo, que se había propuesto recuperarla, la impetró:

-Recátate.

Ella, ni caso. Y todavía hizo más bandera de sus epicúreas mercedes, sobre las que se sucedieron, con calenturiento guiño, las estaciones, el día y la noche, el tiempo atmosférico con su bondad o su inclemencia y un vivales que se quiso aprovechar y que fue respondido con el rigor de un gran desprecio. 

Un marqués la envió una esquela de amor, por mediación de un jorobado. Como ella no se decidía, el marqués ordenó que la raptaran. 

Había un niño que no se sabía de quién era: si del inicial estupro sufrido por la joven, de otros posteriores, o fruto de unos amores ilegítimos del conde (que también lo era, aparte de barón y de marqués). El infante pasó de unas manos a otras, mientras la supuesta madre permanecía secuestrada: sus raptores, enardecidos ante su visión mirífica, no la cedían ni siquiera por la crecida cantidad pactada, actualizada según el coste de la vida.

La escena de noche, en el cementerio, prepara el desenlace. El marqués cae muerto a una fosa de un infarto. El primo de marras recibe una cuchillada en pleno vientre, por cuya herida se le derramó, cadencioso y puntual, educadísimo, el mondongo. 

Ella escapó, no dejando nunca de mostrar los muslos, níveos en la época del frío, dorados a partir de primavera. Al niño lo colocaron a la puerta de un convento.

LA VENUS DE VELÁZQUEZ (También llamada, entre otras cosas, Venus del espejo)

(En sobrecogedora exclusiva mundial, ofrecemos lo que cavilaba la modelo según era inmortalizada por el genio del artista. Cómo nos hemos enterado es cosa nuestra, aunque sí decimos que las pesquisas efectuadas han sido de todo, menos fáciles. Inicialmente, y dado lo extraordinariamente sensible de la información que ha llegado a nuestras manos, barajamos la posibilidad de guardárnosla para nosotros, si acaso compartiéndola con escogidos estudiosos en el bar. No lo hemos hecho así, y allá te va. Desnuda y sin afeites, como la propia augusta dama. Obran asimismo en nuestro poder datos que han permitido reconstruir el grado de intimidad alcanzado entre el pintor y la pintada, en determinado momento de ejecución de la obra. Pero de esto no nos sacarán palabra, en parte porque somos caballeros –la policía todavía no ha podido demostrarnos nada-, en parte también porque lo último que deseamos es crispar la convivencia: si se tiene que crispar, que lo haga sola.)

LA VENUS: Viendo mi retrato fidedigno, por detrás, opinarán futuros entendidos que, como Narciso, me abismo en la contemplación de mis faciales rasgos allende la frontera del espejo, desasistida e inocente de la imagen que muestro de mi espalda… en particular allí donde concluye. Nada más falso, sino que, sin desdeñar la finura de mi cara, me ofrezco al contemplador como traidor señuelo, comenzando en primer lugar por el pintor, cuyo elocuente pincel tiembla de ganas de hundirse en la paleta para reflejar, entre otros, ese prodigio que, siendo uno, se subdivide en dos y que los indoctos denominan culo, en este caso mío. No obstante, me contradiré afirmando –no en vano soy mujer- que hubiera querido poseer un cuerpo feo: joroba, pies enormes, rostro sin gracia… Pero natura me dotó de lo que muestro, temo que para perdición del viril sexo, como anatemiza la gente de sotana, atribuyendo a Belcebú mis ubérrimos donaires. ¿Qué culpa tengo yo de las sinuosidades abismales que se aprecian en mi cuerpo, del giro mareante que emprenden, desde la cintura, mis caderas, cerrándose otra vez sobre sí mismas, en camino de rampante perfección hacia los muslos, desde donde se atisba la finura cervatilla del tobillo? ¡La responsabilidad, ea, a quien me creó de esta manera, sea el de tridente y cuernos o Aquel contra quien osó éste rebelarse! ¿Pero qué digo? ¿Blasfemo? No quisiera, sino que nada más pretendo, débil y torpe fémina que soy, expresarme, barruntar lo mismo que colige el hombre, que nos viene de antiguo pintando y esculpiendo naturales a las hembras. ¿Por qué lo hará? No me atrevo ni a pensar que, con la figura nuestra de esta guisa, o sea desnudas, se dispongan a atropellar nuestra virtud, expugnar nuestros baluartes, derribando por tierra, como bolos (como bolas), el esférico y múltiple bagaje con que nos damos al peregrinar del mundo, liándola tremenda, dicho sea de paso, allí por donde vamos. El ser peludo que nos acecha de continuo, que sigue mentalmente habitando en las cavernas, no puede abrigar tan canalla previsión. O sí. En todo caso, yo ofrezco un toma y daca, o lo que es igual, que niego la mayor, o sea, que me presento a sabiendas excitante, haciendo paralelamente dengues como que no sé que les altero como a garañones a la vista de una yegua… que soy yo. ¡Dios mío, si estas reflexiones llegaran al grueso de los hombres! Pero no hay peligro, pues mi expresión, la que se nota en el espejo que sostiene el angelote, no permite adivinar mi pensamiento, que se presume puro y que, de conocerse tal como es y aquí pondero, sería un auténtico bombazo. Le cuesta al pintor finalizar el cuadro. Sólo yo sé de sus sudores, no ya artísticos, sino también destilados de su hombría. La erudición futura, acaso, discutirá si me sacó del natural, de escultura o de una estampa. Pero estampas y escayolas son inertes, y por genio que posea el de Velázquez no habría sido capaz de plasmar la realidad de esta pintura. No dejo de estar soliviantada. Bajo coartada del estudio, ¿se observarán mis ricuras al detalle? ¡Pero qué voy a protestar si lo busqué! No cabe que me engañe en esto: no ya los eruditos, sino meros espectadores me taladrarán con su mirada en el museo allí donde estaré, mientras sus mujeres les tiran de la manga apartándolos del cuadro. Me place imaginarlo. Pero dejaré de elucubrar, que tengo sueño. Echaré una cabezada, si me lo permiten los jadeos del artista, de quien me callo si me llegó a gozar y no quiero detenerme en ello, que existen zahoríes que desentrañan el más oculto pensamiento. Aunque me temo que ya es tarde para la mental cautela, y en todo caso me la suda, así de casquivana soy. Otro día comento de mis pechos, que don Diego, me lo ha dicho, intentará venirme de frente en otro cuadro.

RENCILLAS EN LA CORTE I (Estampa de nada estricta actualidad)

El caballero Florián fue tocado en sus partes por el caballero Segismundo, quien a su vez sufrió la afrenta de un joven que no fue identificado, pero a quien muchos supusieron el encargado de vaciar el orinal del rey, Tristán. El caballero Florián huyó a los montes, donde cometió tropelías. Y Segismundo prometió una bolsa de oro a quien le trajera maniatado al atrevido, que, al contar con la protección del monarca, felicísimo de sus servicios, se tenía por impune. 

Segismundo, mientras maduraba su venganza y sembraba la Corte de espías y sicarios, extendió el uso vergonzoso de que fuera víctima, y rápidamente los gentilhombres sufrieron en sus carnes la vejación. Y en uno de los corredores del castillo, el propio rey sintió que mano anónima le hacía burleta en la entrepierna, proclamando de inmediato un edicto que prohibía la costumbre, que no hizo sino arraigar, contribuyendo a que el herrero trabajara día y noche fabricando unos a modo de receptáculos de hierro que hacían virtualmente imposible tal insania. 

Mientras tanto, el caballero Florián, cansado de perpetrar desmanes, regresó subrepticiamente a la Corte y se enteró de la costumbre, sabiendo a la par que sólo él se hallaba al descubierto. Al haber vuelto furtivo, no se decidía a visitar al herrero, solicitando el artilugio. En la fonda donde permanecía escondido –el posadero le era fiel a causa de un antiguo servicio-, cavilaba en la forma de procurarse protección, y no encontró más salida que, amparándose en la noche, despojar a un caballero, el cual resultó ser el propio Segismundo, quien identificó a su agresor a la luz de un rayo de luna que se filtró de una nube.

Estando los dos en tablas, se enconaron paradójicamente todavía más los odios. A todo esto, Segismundo seguía incansable intentando humillar a Tristán, sólidamente protegido por el artefacto y por el rey.

Florián y Segismundo, con su bando respectivo de leales, se enfrentaban a pica y espada por las noches, y el amanecer mostraba un rastro de cadáveres que, más de una vez, el rey contempló desde su almena.

Llegaron viajeros a la Corte, los cuales, muy perplejos, también visitaron al herrero. El rey los recibió y aquéllos expresaron una queja. El monarca, por toda respuesta, se puso en pie y abrió su capa. Los viajeros se marcharon esa tarde. Horas después, Tristán fue sorprendido vaciando un orinal de su regio contenido y los dos bandos se cebaron entre sí con crueldad.

El rey ordenó la paz so pena de destierro, y dispuso que lo que hasta entonces fuera infamia constituyera en adelante saludo marcial de caballeros. La Iglesia puso algún reparo, pero, en aras de la concordia, acabó sancionando el deseo del monarca.

(Continúa en la siguiente entrada «El galope atolondrado del caballero Bragamondo”)

EL GALOPE ATOLONDRADO DEL CABALLERO BRAGAMONDO

(Continuación de la entrada anterior «Rencillas en la Corte»)

Hechas las paces el caballero Florián y el caballero Segismundo, llegó a la Corte de luchar contra el infiel el caballero Bragamondo, quien se apercibió en seguida de la situación del Reino. Su reacción fue muy airada, y la emprendió a mandobles con la misma espada con que matara infinidad de sarracenos, causando gran mortandad. Luego montó en su caballo y galopó furiosamente con sus mesnadas hacia determinado sitio, al que sin embargo no llegó porque, en su aturdimiento, había tomado la dirección contraria. 

El monarca, enterado de la reacción de Bragamondo, montó en cólera y ordenó se le confiscaran todos sus bienes y que su esposa, la hermosa Cunenilda, también enfadada porque Bragamondo ni siquiera había pasado por el tálamo, ingresara en un convento. 

Esa noche, Florián y Segismundo se juramentaron para traer maniatado a Bragamondo, propósito que comunicaron al rey a la mañana, quien, tras pensarlo, autorizó la expedición. Pero como Bragamondo no estaba en el lugar que ellos creían, porque se había ido por otro lado, hubieron de volver cabizbajos a la Corte, donde les hicieron befa unos enanos.

Bragamondo, que en su huida se había llevado a varios frailes, oyó de labios de éstos la penosa historia del reino mientras él combatía por la fe, y concluyó por llorar en abundancia, solicitando ser oído en confesión, de la que obtuvo como penitencia regresar y hacer las paces.

Pronto el vigía divisó desde su almena a Bragamondo a la cabeza de sus huestes, y se pensó que venía a recuperar sus propiedades y ocupar el trono eventualmente, motivo por el cual tuvo lugar una crudelísima batalla de resultado incierto, que tuvo por virtud, en las prolijas negociaciones que siguieron, aclarar malentendidos. 

Bragamondo fue restituido en sus honores, sentándose nuevamente a la mesa del Rey, mientras Florián y Segismundo, que habían dado muestras de cobardía en la batalla, volvían a juramentarse para perjudicar a la menor ocasión a Bragamondo.

La esposa de éste fue traída del convento, donde dejó fama de díscola, y se reunió en tiernísima escena con su dueño.

LA FORMA EN QUE ALGUNOS MUEREN (A Ross Macdonald, cuyo es el título)

Cuando te mueres, la gente, incluso la que más te ha querido (sobre todo ésta), no se anda con contemplaciones. Les falta tiempo para deshacerse de ti y meterte en una caja, la que a su vez introducen en un hoyo que precintan, alejándose de la zona acto seguido. Los más sañudos te reducen a cenizas que colocan en un bote, siendo verdaderamente el colmo que las aventen o las tiren al océano para garantizar que no quede de ti el menor rastro.

     Sobre la muerte, nunca se reflexiona demasiado. O quizá sí. Un rumor muy insistente pretende que este trance nos aguarda a todos. 

     Manifestamos en esta columna nuestras dudas. 

     No vamos a hablar de Enoc o Elías, de los que se cuenta que fueron arrebatados al cielo en vida. Pero existen desapariciones súbitas que no se explican únicamente por la felicidad doméstica que el sujeto no supo apreciar, induciéndole a bajar a por tabaco a las antípodas, donde viviría en adelante feliz y despreocupado bajo un puente. 

     Según los investigadores de fenómenos esotéricos o paranormales, muchos de los que se esfumaron sin más (no todos) supieron trascender esta grosera realidad y ascendieron a otro plano, desde el cual, presuntamente, nos considerarán a los demás unos jijas por continuar enredados en estos torpes y mundanos afanes de los que nunca se saca nada en limpio. 

     Es muy posible que tengan razón, y si la policía supiera discriminar casos de casos se evitaría muchísimo trabajo. 

     ¿Y la esquela? ¿Se han parado Vds. a considerar por qué se publicita la desaparición del finado en el periódico? Así se anuncia a los conocidos del difunto que son inútiles e improcedentes las gestiones para conseguir la devolución de esos euros que se cometió la temeridad de prestar al que pasara a mejor vida. Bien es cierto que todo dependerá del aplomo con que la familia se niegue a asumir los descarríos económicos del muerto, que hay personas que flaquean en este trance. 

     También es un hecho que las disposiciones obituarias se cumplen raramente, y siempre a la medida y conveniencia de los que quedan transitando en este valle. Lo más inteligente (y además te quitas de cuidado y vives más) es no pretender nada para después de tu postrera exhalación. 

     Sin embargo, es inevitable darle vueltas. 

     Cuando yo me muera (si es que este hecho termina aconteciendo) me gustaría que mis deudos adquirieran unos miles de hectáreas, donde erigirían un túmulo con mi estatua en bronce (aguanta a la intemperie más que el oro) que se divisara desde kilómetros a la redonda. Habría diariamente chiringuitos con churros y volatineros. Y de noche, fuegos artificiales dibujando barrocas figuras en el cielo. Así, hasta la extinción de los tiempos, que tampoco irá para tan largo, según el parecer de futuristas. 

     Confieso que no tengo grandes esperanzas de que se cumpla mi deseo, aun dejándolo por escrito como estoy haciendo y con los lectores de testigos (que pueden ser llamados a declarar en cualquier momento). Pero allá los que me sobrevivan, si quieren quedar en evidencia. 

     Que ustedes finiquiten bien. Pero sin precipitarse, que luego nos amontonamos a la entrada. 

PALABRAS Y EXPRESIONES (Al metalenguaje)

Tronco: Querido y estimado amigo, en realidad colega. Ha caído rápidamente en desuso.

Cabronazo: Amiguísimo. Se acompaña de abrazo tosco pero sumamente afectuoso.

Idiota: Ha dejado de usarse. No se sabe por qué.

Tonto de los cojones: Poco despejado + cachazudo.

Esto es de aurora boreal: Incredulidad + especie de mareo virtual, volteando un poco los ojos. La emplean, sobre todo, mujeres de corte funcionario y que se sobrevaloran

Así no vas a ninguna parte: Reprobación general, pero sin tener a qué agarrarse.

Se la va a endiñar: Anuncio, con saña, de contrariedad para otro.

Ser un figura: Admiración genérica sin nada concreto en que basarse.

El que me busca me encuentra: Amenaza, pero con deseo de que las cosas no vayan a mayores.

Por mis santos cojones: Expresión puntual de ira y anuncio de empecinamiento sobre cuestión concreta.

Sí, ya: Expresión de escepticismo con alarde de penetración psicológica.

¿Ah, sí?: Incredulidad absoluta + arqueo de ceja (una sola).

¡Ja!: Incredulidad + majetismo.

Le tengo que dar alguna vuelta: Tomada la decisión de que no, pero quieres postergar la negativa.

OK: Usada regularmente por los que no saben inglés (ni papa), pero quieren fingir que saben algo. (En tiendas de electrónica y a través de teléfonos móviles.)

¡Venga!: Expresión de quedar en algo que luego se lo lleva el viento y lo has pretendido tú en todo momento.

HÁZTELO TÚ MISMO (A tu industria)

Se lleva mucho ahora hacerte tú mismo lo que vas a consumir. Lo aplaudimos, lo ponderamos. Vas a andar atareado, sí, y no vas a tener tiempo ni para mear. Pero el trabajo dignifica al hombre y otras chorradas. Aparte de que no les pagas nada a los explotadores que se enriquecen a tu costa. Va una lista.

1) Hornea tu propio pan, tus propias galletas, tus bollos. Todo lo que tenga masa.

2) Antes, claro, debes moler los granos para obtener tu propia harina. Si cultivas previamente las espigas y las cosechas tú mismo, tendrás medio camino hecho.

3) Nada como la cerveza artesanal. Comprarla elaborada ya en el supermercado, como que no.

4) Ídem con el vino. Fermenta a toda mecha. Lleva un poco más de tiempo lo de criar tus propias uvas, pero la motivación lo vale. También puedes elaborar tu propio orujo, he oído que es medio ilegal, pero y qué.

5) Ten una huerta en casa: tomates, pepinos, lechugas, espárragos… Todo lo que cae bajo la denominación de ‘huerta’.

6) Ordeña tu propia leche de tu propia vaca. Con el estiércol de ella, la vaca, abonas la huerta. Pedazo de pepinos, sandías y melones.

7) Ten un panal de rica miel. Como el panal es tuyo, para ti entero. Y el polen, la jalea real, todo. Hay una pequeña pega: el avispón ése, que a las pobres abejas las practica bullying. No vales nada si no le hablas muy serio al avispón.

8) No todo va a ser para el estómago. Todo tipo de flores cultivadas por ti mismo. Te sirven para un roto o un descosido, vale decir bodas o entierros. Y si eres cursi, el clavel en el ojal.

9) Haz tus propios muebles, para lo que debes tener un bosque propio o unos cuantos árboles registrados a tu nombre. Y el taller de ebanistería, justo al lado, con todas las herramientas aconsejadas, martillo, clavos, hacha…, fabricadas en tu propia fragua. Sé que te tienta el taladro, pero no.

10) La electricidad la sacas del sol. Me parece que el gobierno ha prohibido el sol, pero no tiene inspectores para llegar a cada casa. Malo será que te toque a ti la china.

11) El gusano de seda da la seda. Pero tienes que tener muchos gusanos, así que cuanto antes te pongas, antes llegas.

12) Ten tu campo de algodón, que de este material puedes y debes tejer tus prendas íntimas. Y tu propio rebaño de ovejas, no lo olvides, que da la lana. En invierno, me lo agradecerás mientras los demás tiritan.

13) Haz tu propio adobe, para construir tu propia casa. El barro está tirado, nunca mejor dicho. Y la paja la puedes rebañar de cualquier sitio. Quitársela al vecino no vale, pues si él ha conseguido su propia paja, por qué tú no.

Y en este plan. De tecnología, poca o, mejor, ninguna. Y ahora estoy pensando que para qué quieres, pues, generar tu propia electricidad, como no sea para desafiar al gobierno, que ellos sí que se broncean gratis y no se ponen a sí mismos un impuesto por ir tan atezados. Pero tú genera y ya pensaremos luego qué hacemos con lo generado. Ojo con el inspector, que vendrá camuflado de tío de boina