Autoentrevista
Con motivo de la reciente no concesión del Premio Cervantes a quien firma esta columna –y ya van ni se sabe las convocatorias– he decidido concederme una entrevista (telefónica), que técnicamente ha sido algo engorrosa, pues me he llamado por el móvil al fijo y viceversa, debiendo atender personalmente ambas terminales. De móvil a fijo y de fijo a móvil, por no estar al tanto de la oferta de tarifas, me parece que he palmado unos euracos, pero qué quieres. La entrevista, aviso, se interrumpe abruptamente, por dos razones: una biológica y otra ideológica, que además riman.
Pregunta: ¿Qué se siente al estar en la honrosa compañía de Cervantes?
Respuesta: (Abatido.) No me han dado el Premio.
P.: Tampoco a él.
R.: (Se anima.) Coño, es verdad.
P.: ¿Aceptaría usted el Premio Cervantes? Caso de que el jurado enloqueciera… o recuperara la cordura, vaya usted a saber.
R.: Sí.
P.: ¿Por qué?
R.: ¿Qué?
P.: Que por qué razón aceptaría usted el Premio Cervantes.
R.: Por dos razones.
P.: ¿Sería tan amable de explicitarlas?
R.: ¿Cómo dice?
P.: Que las diga. Las razones.
R.: La primera, por la dotación del Premio. Me refiero al dinero que acompaña a la distinción.
P.: ¿En qué lo gastaría?
R.: (Muy digno.) Eso es cosa mía.
P.: (Rubor leve. Sabe que ha metido la pata.) ¿Y la segunda?
R.: Por el renombre, lo que también se traduce en pasta.
P.: ¿Y las razones literarias?
R.: Las razones literarias, qué.
P.: Que si las deja en tercer lugar.
R.: No sé qué lugar es ése.
P.: Un premio literario, en particular éste, se justifica por la hondura en el buceo, a través de la palabra escrita, de la condición humana, iluminándola, dignificándola, expresando sus arcanos y, a la vez, sirviendo de peana para que otros se eleven sobre sus propias miserias, traduciéndolas compulsivamente en fulgurante albedrío que permite…
R.: Déjelo, no se moleste.
P.: (Algo decepcionado.) Me estaba quedando cojonudo.
R.: Nadie lo duda. Pero quién es aquí el entrevistado.
P.: Usted.
R.: (Seco.) No lo olvide.
(Silencio incómodo.)
P.: ¿Le puedo hacer una pregunta?
R.: (Muy agudo.) De eso va esto.
P.: Si algún día, consigue usted reunir los apoyos necesarios para que le concedan el Cervantes u otro galardón de similar enjundia…
R.: (Desganado, escéptico.) Sí, ya.
P.: (Se enciende.) ¡Pues yo tengo esa ilusión! Y me gustaría que participara del sentimiento. Al fin y al cabo, es usted –sería– el beneficiario.
R.: Lo seríamos los dos.
P.: ¿Perdón?
R.: Esto es una autoentrevista. Lo que quiere decir que somos el mismo.
P.: (Admirado.) No lo había contemplado desde ese ángulo.
R.: ¿Tiene usted ganas de mear?
P.: (Perplejo.) ¿Cómo dice?
R.: Que si tiene ganas de mear.
P.: ¿Cómo ha podido adivinarlo?
R.: Somos el mismo, cojones…
P.: Claro, claro.
R.: Conteste, pues. Y le damos fin a esto.
P.: (Indeciso, turbado.) Dos hombres juntos al servicio… No sé… Le temo al qué dirán. Ah, bueno, perdone, no caía… Pero nos ha quedado mucho en el tintero. Lo mejor ha quedado por decir.
R.: (Se nota que tiene un as en la manga.) ¿Quiere usted vivir tranquilo?
P.: Por qué lo dice.
R.: En dos palabras se lo explico…
P.: Ya van seis.
R.: Usted y yo vivimos en España.
P.: (Aterrado. Las ganas de mear se le incrementan.) ¡No diga más!
(Cuelgan los teléfonos. Se levantan. Se dirigen a donde han dicho que iban.)
(Escrito el 30 de abril de 2015)