Después de una noche horrible y desesperada, en la que no se les ahorrara la menor humillación, se llegó a un pacto. Lo que ocurrió en el cañaveral debía quedar en el cañaveral. Algunos discreparon: el mundo tenía derecho a saber lo que pasó. ¡Ese estruendo de seudópodos, sabandijas y animales horrorosos…! ¿De dónde habían salido? ¿Por qué una velada que prometiera discurrir tranquila y amigable se había trocado en lo contrario? ¿De quién había sido la culpa? ¿Existía un responsable? Y en este caso, ¿quién o quiénes? Las miradas angustiadas, las ropas convertidas en jirones, como si hubieran sido arrancadas por una mano vesánica y siniestra, esa inmensa agonía que daba la impresión de que jamás acabaría, todo ello ¿por qué? La alborada no terminaba de apuntar en el cañaveral, pero al fin se dejó ver, como una tímida doncella el día de su boda. Nuevamente el cielo y el paisaje expresaron la gama entera de colores, pero el daño había sido mucho y jamás podrían olvidarlo. Se miraron. Volvía la esperanza. Pero carcomida, como un tejado infestado de termitas. Se insistió en lo de pasar página. Comenzó a llover: un orvallo infinito con rumor de caracolas. Pasó mucho tiempo hasta que los más fuertes aceptaron la solución de compromiso.
2/8/2025
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