En ocasiones, me miro en el espejo. No lo hago por narcisismo, sino persiguiendo lo que podríamos llamar una entelequia -yo mismo- cuyo máximo logro estribaría en la revelación del misterio que soy y me persigue desde mi temprana infancia, posiblemente antes. La persona que me desafía desde la bruñida superficie que menciono no me cabe duda de que se considera superior a un seguro servidor, como si fuera mi jefe. ¿Es más que yo? Lo dudo, no lo descarto. He llegado a advertir con el paso de los años -que ya van siendo muchos, siempre en crescendo, jamás restando-, he llegado a darme cuenta, decía, de que la superioridad moral que emana del tipo del espejo es impostada. ¿Por qué me atrevo a asegurarlo? Muy sencillo. La identidad de esa presencia ominosa, en realidad, es subsidiaria, quiero decir que depende de mí, y no al revés. Si un día, por descuido, negligencia o cualquiera otra circunstancia imperativa, me olvidara de mirarme en el espejo, ese preciso día tal figura, que soy yo, brillaría por su ausencia. Pero de todos es sabido lo poco que dura la alegría en la casa del menesteroso. Vuelvo a sentir un desasosiego y no tarda en devorarme el pánico. Al principio, cuando me sucedía esta especie de liberación, podía soportarla. ¡Pero ahora! ¡Qué espantosa situación! ¡Me hundo sin remedio! Una especie de cota o malla me constriñe, saturando mi pecho de profundísima agonía, un sufrimiento imposible de describir. No siempre estoy seguro de volver.
19/07/2025
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