¡Jo, qué tropa…!

Un torso abultado de propietario de bar se inclinaba inamistoso sobre dos individuos sentados a una mesa que acababan de finalizar una comida. Uno de los comensales era bajo y rechoncho. Su rostro se adivinaba de natural risueño, algo envarado a la sazón y con las mejillas tenuemente encendidas, quizá a causa de la reciente ingestión copiosa, regada con buen vino, posiblemente también consecuencia de la actitud hostil de quien le interpelaba. El otro poseía un aire soñador y atendía la conversación entre su amigo y el dueño del local, manifestando con su nervioso e incesante movimiento que en ese momento le gustaría hallarse lejos, no importándole siquiera someterse al imperio de la lluvia que barría tenaz el exterior.
Los parroquianos de la mesa contigua observaban con interés la escena.
– O sea, que no me van a pagar.
Un trueno subrayó por azar estas palabras. El obeso escondió sus pulgares en la sisa del chaleco.
– No es exacto, amigo –dijo–. Habla usted con nula consideración. Cierto que hemos comido a costa de su establecimiento, elegido con preferencia a otros, lo que debía constituir motivo de orgullo para usted. ¡De orgullo! –recalcó–. No me cabe en la cabeza que quiera ahora estropear la excelente impresión que su buen servicio y el arte culinario de su esposa –miró por el rabillo del ojo la puerta que daba a la cocina– nos han causado.
El del chaleco aguardó con secreta inquietud la reacción a su defensa. Igual hicieron su acompañante y los otros habituales. El propietario cerró la boca, que se le había abierto sin querer, carraspeó, tragó, miró en torno suyo como buscando inspiración, se desfondó durante una décima de segundo… y volvió a recobrarse al oír golpear un cucharón en la cocina, diáfana señal de que la elogiada esposa permanecía a la escucha.
– ¿Me pagan o no? –porfió.
El gordo, cada vez más sonrosado, le confirmó al mesonero con dolida simpatía:
– Pues no, señor; no se le paga. Y créame que soy el primero en sentirlo.
Resonó de nuevo como una campana el cucharón. El bar estaba casi a oscuras debido a la tormenta y a la austeridad que se le imponía al negocio. Un relámpago, más prolongado de lo que hubieran deseado los gorrones, expuso nítidos los arremangados y peludos antebrazos del propietario.
– Les tendré entonces que dar una paliza.
El trueno correspondiente al relámpago expresó, rotundo, su anuencia. Hubo un discreto movimiento en la mesa de al lado. Las considerables nalgas del hombre del chaleco rebulleron en la precaria silla, que expresó su malestar con un crujido.
– No nos precipitemos –rogó–. Es posible que hayamos abusado de su confianza. Reconozco incluso que podíamos haber pedido un simple tentempié, en lugar de tan sabrosa gollería –señaló la mesa como recabando su testimonio–. ¿Acaso sabe por qué lo hemos hecho? ¡Teníamos hambre! –reveló–. El propósito inicial era conformarnos con la insignificante ración de aceitunas que nos trajo al principio, ¿recuerda?, y que habríamos abonado sin dificultad. Pero mi amigo, ahí le tiene, está muy desfavorecido por tantas privaciones últimas en las que no tenemos responsabilidad. Yo tampoco soy el que era. Me compadecí de él –explicó–, con el añadido fortuito de que yo supuse que él disponía de efectivo, creencia que él también abrazaba a la recíproca, según me ha confesado poco antes de que trajera usted la cuenta. ¿Verdad, José? –le preguntó a su compañero.
La respuesta de éste habría de sorprender.
– No –negó–. En todo momento he sabido que no tenías un clavo. No olvides que esta noche he remendado tus pantalones en el pajar donde hemos pernoctado, sin encontrar más que pelusas en los bolsillos.
El gordo rió forzadamente.
– No creo que nuestro benemérito posadero acepte las pelusas como pago –bromeó.
En las manos del tabernero se materializó mágicamente una estaca.
– ¡Sinvergüenzas!
– No, no –atemperó el moroso, con voz un poco aguda y apartándose lo imprescindible del garrote–. Es usted el primero en no creerse el calificativo que acaba de endosarnos. ¿Se lo demuestro…? ¿A que no se atreve a tutearnos, como lo haría si pensara de verdad que somos unos indeseables? ¡Reconózcalo! En el fondo nos respeta y admira nuestra postura, que requiere cierto garbo.
El tabernero se quedó sin habla. La estaca descendió, vencida, hacia el pringoso suelo.
La perplejidad se adueñó también de los restantes.
Una persona, empero, no se dejó desconcertar.
La puerta de la cocina se abrió con violencia, autorizando la salida de la dueña: cara huesuda, pelo goteando grasa y un mandil confeccionado de un saco de harina, cuyas letras de fardo todavía podían distinguirse. Los habituales del bar la miraron con el respeto de un antiguo conocimiento.
Los recién comidos supieron que su causa se perdía.
– O pagan o ya sabes lo que tienes que hacer –expuso ella al marido.
El del chaleco se puso inmediatamente en pie. Doblándose como una longaniza, hizo una profunda reverencia.
– Mi querida señora…
La otra aprovechó la ocasión para golpearle la nuca con el cucharón. El gordo trastabilló atrás varios pasos.
José se levantó con medidos movimientos.
–Pagamos.
Otro relámpago iluminó el total de expresiones
– ¡Si no tenemos dinero! –gimoteó el gordo, con la mano en el chichón.
El llamado José extrajo un monedero. Abriéndolo, alargó cauteloso unos billetes arrugados. La cocinera se apoderó de ellos de un certero manotazo.
El pagador se sintió obligado a justificarse:
– No lo hago por miedo, sino que me parece de justicia abonar lo que se debe. Tenía esperanzas de salir del apuro sin recurrir a este dinerillo… Lo he ido ahorrando céntimo a céntimo, privándome hasta de lo necesario. Ahora vuela… ¡Qué le vamos a hacer!
El gordo miró por la ventana.
– De no caer este diluvio, nos iríamos ahora. Se nos ha insultado, y sólo por un resto de humana compasión accedemos a seguir bajo este techo hasta que escampe.
– Señor –intervinieron de la mesa de al lado–, parecería que está tensando ligeramente la cuerda.
– ¿Perdón? –el del chaleco se giró en su dirección con interés.
Su nuca se ofreció por segunda vez, inerme y tentadora… lo que volvió a aprovechar la mandona.
José abrió la puerta del establecimiento. Una sólida columna de agua se volcaba desde el cielo.
El soñador se arrojó contra la lluvia, seguido de su amigo, quien logró por un pelo hurtar sus glúteos a una bota.
El atragantado escenario de los hechos anteriores se convirtió en un borrón difuso y gris. El aguacero se ondulaba alrededor como una bailarina entrada en carnes.
Luchando contra la ventisca, habría de decir el del chaleco:
– No sé qué me ofende más, si tu falta de confianza en que yo resolviera el episodio o la mezquindad de esconderme esa suma.
El viento ululó como pidiendo una respuesta.
– Ese dinero me lo he quitado de la boca.
– Me has robado.
– ¡Nunca! En todo caso, me he robado a mí mismo, Melquíades.
El gordo no tenía interés en discutir. Se hacía rápidamente de noche y necesitaban un refugio. A derecha e izquierda de la carretera se extendían desolados barbechos.
– ¿A dónde vamos? –preguntó José.
El viento les zarandeaba de lado a lado del camino.
– Me parece que he visto una cabaña –dijo el gordo.
Se internaron en los campos. Melquíades acabó hundiéndose en el barro hasta la cintura.
Agotaron sus esfuerzos combinados para rescatarle.
– He dejado los zapatos en el fondo –dijo aquél después.
José cribó larga e infructuosamente el cieno con los brazos.

Inicio de «¡Jo, qué Tropa…!» (2008, ed. Akrón), de Javier Rey de Sola.