(Arranque de novela, terminada hará un mes o dos. Otra para el cajón.)
Su bigote era fino, de pincel de minucioso artista; su pelo, charolado, raya al medio y peinado con gomina; su mirada, de águila incendiaria; su tez, aceitunada, con barniz de remotos desiertos o intemperies en los que hubiera batallado, indiferente por igual al triunfo o al fracaso. No había campo que no dominara Arnulfo Taboada: por la calle, en los cafés, el domingo en la iglesia, ofreciendo, desde la punta inmaculada de sus dedos, agua bendita a las señoras -costumbre periclitada que resucitó con él; luego, lamentablemente, volvió a hundirse-. Jamás se le vio un lamparón en la solapa, ni embarrados los bajos de su pantalón con dobladillo. Hacía alarde de ternos pálidos, principalmente en días de lluvia, con el indudable objetivo, perdonable, de advertirnos de su rango. Fui yo su principal, acaso único, correveidile, no me importa señalarlo. Llevé esa distinción con gentileza. Arnulfo Taboada me lo supo agradecer. Eres, Fermín -me dijo una mañana en que florecían los almendros: se despedía-, como los pétalos rosados que, ahora mismo, nos rinden su homenaje. O, agregó, como el lametón de cachorro juguetón que asalta a su amo, jubiloso, cuando éste retorna del trabajo. ¡Era un poeta! Las llantas de un carro que pasaba, presionando el adoquín de la calzada, arrancaban rencorosas chispas, como buscando desmentir estas palabras. Arnulfo Taboada lo advirtió, y el purísimo reflejo de su blanca dentadura iluminó la calle con sonrisa de perdón. Sepas, me dijo, que tu amistad -aquí posó una mano sobre mi hombro- será juzgada en adelante, tras mi marcha, con lancinante rigor, desfigurando los rasgos meritorios indudables que has tenido, y sustituyéndolos rotundamente por su opuesto, vale decir, por la mentira. Me volvió a inquirir si la tarea -áspera, incómoda, insoportable- no había sido superior a mi fortaleza y mi talento. Se me quedó mirando. Él, si miraba, ya lo tenía todo hecho. Lágrimas se agolparon en mis ojos. Las barrí de un manotazo. Fue mi respuesta. Taboada me dio un abrazo varonil bajo la danza cadenciosa de los pétalos. Inició la retirada. Huida habrían de llamarla felones y traidores.
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UNO
Conocí a Taboada descendiendo -él- del autocar de línea que procedía de X. Agosto, ciudad semivacía. Hora de la siesta. Viejos, a la sombra, vaciaban, pausadamente, cantarillos del recio vino del país. La frente del que, más que pronto, habría de ser mi amigo brillaba de oscura inteligencia, y bajo cuyo arco ciliar se expresaban unos ojos de animal salvaje, con gota de benevolencia o de dulzura. No quiero ser sacrílego, pero quizá Cristo miró de igual manera a Pedro cuando, suavemente, sin palabras, le reprochó su cobardía. En ese momento, adiviné que visitaba nuestro municipio persona de superior raigambre: alguien que trastornaría, sin querer, vidas y semblanzas. (Sigue.)
4/10/2025
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